Era
por todos conocido, como el mayor maestro cafetero de su tiempo. Conocía las
mejores mezclas, los mejores cafés de todo el mundo, sabía darle el tueste
perfecto, la molienda justa, el agua hirviendo a la temperatura indicada, para
crear ese exquisito néctar negro.
Amanecía
un nuevo día sobre la tierra negra de los cafetales, suaves, oscuros, tan
familiares para sus manos sarmentosas.
Los
recorría con la mirada del veterano, inhalando el aroma del café aún verde en
las plantas, que resaltaban en la oscuridad de la tierra.
Acercó
su rostro a la oscura tierra, suave, cálida, inhalando su perfume, su perfume a
lluvia recién caída, acercándola y besándola con sus labios, entre suspiros de
viento.
Mientras,
el sol amanecía un nuevo día sobre Cuba, más allá de la habitación, donde el
anciano cafetero y su esposa, de piel oscura y ojos verdes, comenzaban el día
abrazados en el lecho.
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