Era una alarma de
incendio como otra cualquier que hubieran escuchado en el parque de bomberos.
Se equiparon, saltaron
en los camiones y con disciplina casi militar, con las sirenas bramando, se
dirigieron hacia el fuego.
Era una apartada casa
en un barrio residencial, devorada por las llamas. Una negligencia en la
cocina, había provocado un fuego que rápidamente se había extendido por la casa
entera, con sus dos ocupantes, una madre soltera y su hija de 10 años, en el
interior.
Cuando llegaron, uno de
los bomberos, ante la imposibilidad de sofocar las llamas a tiempo, contra toda
prudencia se lanzó al interior, buscando por las habitaciones en llamas.
Encontró a la niña,
aterrada en su dormitorio. La cargó entre sus brazos, protegiéndola con su
cuerpo, de las llamas, que estaban devorando las llamas.
Dejó la niña al cuidado
de los sanitarios y desobedeciendo una orden de su superior que le prohibía
volver al interior.
Volvió en busca de la
madre, encontrándola atrincherada en el baño.
Nuevamente la cargó
entre sus brazos, como había hecho son su hija, e intentó escapar de las
llamas.
Cuando alcanzaban el
pasillo, una viga en llamas, se desplomó sobre el bombero y la mujer,
aplastándolos contra el suelo, mientras las llamas se extendían por momentos.
Asfixiados por el humo,
las llamas se extendieron por su cuerpo, devorando la carne, calcinando las
prendas, mientras el humo ardiente inundaba sus pulmones.
Nada pudieron hacer por
los dos, que murieron brutalmente calcinados, derrumbándose la casa sobre
ellos.
Años después, el alma
en pena del bombero, aunque nada queda de la antigua casa, se sigue apareciendo
a los nuevos moradores, buscando expiar la culpa, de haber fracasado en su
tarea.
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