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sábado, 17 de junio de 2017

Las historias de mi abuelo #microabuelo

Con pasos lentos y fatigados de sus pobres huesos, el anciano subía por las escaleras de la casa de piedra, para la cual habían pasado los años como lo habían hecho sobre sus carnes.
El anciano subió los escalones de madera, uno a uno, deteniéndose en el rellano a mitad de camino en su ascensión para tomar una bocanada de aire y recobrarse, soltando un juramento dirigido a sus viejas piernas.
Cada día el anciano repetía ese ritual tras el desayuno, una vez se ocupaba de las tareas diarias de la casa, junto a su esposa.
Allí, el anciano escogía uno de los tomos de su biblioteca, algunos de ellos más viejos si cabe que él mismo, ocupaba con un quejido de satisfacción su butacón tapizado de flores y soltaba un hondo suspiro.
Entonces se oía el ruido de unos pequeños pies subiendo a la carrera los escalones, que crujían bajo el ímpetu de la vigorosa infancia. Ahí llegaba su nieto, que con un ágil brinco, apoyándose en el reposabrazos del sillón, se acomodaba sobre las piernas de su abuelo, mirándole con sus vivarachos ojos negros, impaciente por descubrir qué nueva historia le contaría su abuelo.


Tan solo un grano de café #microcafé


Cuando era un niño, observaba siempre con curiosidad esa maceta que mi abuelo tenía en el alféizar de la ventana de su dormitorio.
No es que fuera nada especial. No era nada del otro mundo. Tan sólo una maceta sencilla, de terracota, como las que podían encontrarse en cualquier floristería o vivero. No tenía ningún dibujo, ninguna marca en su superficie, ni siquiera estaba pintada o esmaltada.
Pero ahí había estado siempre esa maceta, ese pequeño tiesto que mi abuelo atesoraba como su más preciado bien.
Yo había ido creciendo y al tiempo que lo hacía, una pequeña planta había comenzado a brotar entre la negra tierra de aquel tiesto, hasta que ya en la adultez, averigüé la razón de ser de la maceta.
Poco después de mi nacimiento, había plantado un grano de café en ese tiesto, simbolizando el comienzo de una nueva vida.
Hoy soy yo el abuelo, quien en mis brazos sostengo el delicado cuerpecillo de mi nieto recién nacido. Y en el alfeizar de la ventana hay una maceta, con un pequeño grano de café que pronto germinará, igual que poco a poco, su vida echará raíces y brotes.

Un amor entre sus páginas #microlibro

Mi abuelo siempre había guardado esa extraña caja como si fuera el más preciado de sus tesoros. Aparentemente, tampoco era nada del otro mundo: una caja de cartón, forrada con un grueso papel en tonos ocre, con remaches de cobre en sus esquinas para protegerlas.
El abuelo había fallecido años atrás y era la primera vez que yo regresaba a esa casa de mi más tierna infancia. No había sido intencionado encontrarla. De alguna forma ahí estaba, en el trastero, cubierta de polvo, como si aguardara mi llegada.
Con manos temblorosas abrí la caja que mi abuelo había atesorado durante tantos años y en ella encontré para mi sorpresa, sencillamente un libro, con un montón de cartas y fotografías atesoradas formando un álbum.
Para cualquier persona, habrían sido solamente sobres amarillentos, trozos de papel viejo y fotografías sin ningún valor.
Pero en los remites de todas esas cartas se repetía un mismo nombre y una dirección: la de mi abuela. Eran cartas que se habían intercambiado en sus años de noviazgo, hasta que pudieron comenzar su vida juntos. Ahora soy yo el abuelo y llegará el día en que mis nietos deban abrir también esta caja.

https://sweek.com/#/profile/189673/74088



sábado, 15 de abril de 2017

Con una taza de café - Vigésima taza



Era una sencilla cafetera. Una cafetera metálica, con marcas del fuego que había ennegrecido su superficie. Una cafetera fabricada en acero, sin ninguna característica ni rasgo destacable, una cafetera como la que podría comprarse en cualquier ferretería.
El muchacho, había escuchado hasta la misma saciedad en boca de familiares y amigos, que tirara a la chatarra ese viejo trasto y se comprara una moderna cafetera eléctrica, pero el joven había desoído deliberadamente sus indicaciones.
Pero había una razón muy especial por la que el joven se negaba a deshacerse de esa cafetera.
Sus abuelos, le habían regalado esa cafetera cuando se había independizado.
Cuando su abuelo se había mudado, décadas atrás, al pequeño pueblo donde vivía, preparaba cada mañana café con esa vieja cafetera, en su pequeña casita, a pie de calle.
Al poco de mudarse, su abuela, atraída por el aroma del café, se acercó a tomar una taza con la excusa de presentarse a su nuevo vecino, comenzando así, una amistad que había terminado convirtiéndose en amor, entre los dos ahora ancianos.
Quizás algún día, el aroma del café, traería un día al amor de su vida hasta él.
Como cada mañana el joven puso a hervir la cafetera en el fuego, se sentó frente al ordenador  y abrió su email. Allí estaba ese email.


martes, 11 de abril de 2017

Con una taza de café - Decimonovena taza

Con una taza de café - Decimonovena taza

La joven, como cada mañana, a esa temprana hora, en pleno gélido invierno, se encaminaba hacia la estación con paso apresurado, arañando unos minutos para poder comprar un café y un croissant de mantequilla, que tomar en el propio autobús, aprovechando el trayecto hasta el colegio donde trabajaba.
Cada mañana, encontraba a un mendigo, que sentado en un banco, a la entrada de la estación, suplicaba por una moneda a los viandantes, que recelando de su honradez, pasaban de largo, le dedicaban crueles miradas o se mofaban de él.
Sin embargo el anciano mendigo, contaba solamente en sus pertenencias, con un pequeño block de dibujo manoseado, al que pocas hojas restaban ya y unos lápices roídos y unos trocitos de carboncillo.
A quien se molestaba en darle una pequeña limosna, el mendigo se lo agradecía con un dibujo, según aquello, que el viandante en cuestión le inspiraba.
La muchacha, decidió una buena mañana, pedir no solamente uno, sino dos cafés, y no solamente un croissant, sino dos. Ese día no había prisa, ese día era domingo y no tenía que acudir a su trabajo. Para sorpresa del mendigo, le tendió al hombre uno de los cafés y un croissant, que el pobre diablo devoró con avidez.
La joven, a diferencia de la prisa con que normalmente tomaba su desayuno, en esta ocasión, se sentó junto al mendigo, desayunando con él.
El mendigo, siguiendo con su costumbre, mientras bebía a pequeños sorbos el café, dibujaba en su bloc, alzando ligeramente la vista hacia la muchacha, que aguardaba paciente el resultado.
Cuando le tendió el dibujo el mendigo, la muchacha encontró las palabras escritas al pie de la lámina:
“En ocasiones una sonrisa, es la fogata que mejor caldea un corazón frío. En ocasiones una mirada, es el más vigorizante y aromático de los cafés”



sábado, 4 de febrero de 2017

Con una taza de café - Decimoctava taza



El enamorado despertaba en lecho de la habitación azul, decorada con motivos marinos en su muro y techos.
Era una mañana en la que ni él, joven profesor de idiomas, ni su amada, enfermera especializada en tocología, tenían que acudir al trabajo.
Desde uno de los cuartos de la casa de piedra, que habían adquirido juntando sus ahorros sufridamente ganados, provenía la melodía de un piano.
Con una sonrisa, el enamorado, en camiseta de manga corta y pantalón bombacho de cuadros, sale del lecho, se calza las zapatillas de estar por casa y se encamina a la cocina, oyéndose cada vez más cerca, cada vez a más volumen, la melodía del piano.
Coloca en la cafetera dos cápsulas de capuchino y prepara sendas tazas de café, que coloca en una bandeja metálica, junto a un pequeño plato con dos croissants de mantequilla.
Tomando la bandeja con ambas manos, camina hacia el cuarto, donde su amada, aún en pijama, toca una melodía en el piano de cola. Deja el enamorado una taza y un croissant en un platito junto a su amada, besa sus labios un instante y mientras saborea el café, escucha a su amada, entregada a la música, sentado junto a ella.













sábado, 28 de enero de 2017

Con una taza de café - Decimoséptima taza



Hacía una pausa, en las interminables horas de trabajo en la academia donde ejercía su labor como docente, para tomarse una taza de café y una barrita de cereales.
Ese ritual, le indicaba que estaba en el ecuador de su jornada de trabajo, que al menos, le restaban algunas horas menos, para poder ver su amada, para poder escuchar su voz, para poder sentirla un poco más cerca de él, aunque fuera con una pantalla de ordenador de por medio.
En su muñeca izquierda, las pulseras, llenas de recuerdos de los momentos compartidos junto a su amada. En el reloj, el lento discurrir de las horas sin ella, como si ese trozo de plástico negro se mofara de él, cada vez que lo miraba.
Sobre su cuello, el frío tacto metálico piel con piel, del colgante en forma de medio corazón, con el nombre de su amada grabado en él, de alguna forma le hacía sentir, que la tenía un poco más cerca de él, que un pedacito más de ella, le acompañaba donde quiera que fuera.
Tomó en ese momento su teléfono móvil, abrió la aplicación Whatsapp, y pulsó en el chat de su amada, apenas unos segundos el botón de grabación.
 - Te quiero – dijo tan solo esas dos palabras.


viernes, 20 de enero de 2017

Con una taza de café - Decimosexta taza

Los dos enamorados, se habían conocido cuando apenas contaban los veinte años de edad.
Era una cafetería, del casco antiguo de la ciudad, regentada por un matrimonio de ancianos, que habían montado el local con el poco dinero que tenían, con los pocos ahorros con que contaban, en sus años de juventud.
Al matrimonio de ancianos, les unía, además de su inmenso amor, su pasión por la palabra escrita. Ella, era una voraz lectora desde su niñez, leyendo cuanto libro caía en sus manos. Su enamorado, desde la adolescencia, había descubierto la pasión por escribir.
Esa pasión, les había lleva a convertir la cafetería, en un santa sanctorum de los libros, donde se reunían escritores y lectores por igual, entorno a una taza de café, un zumo, un chocolate caliente o cualquier otra bebida…
Así fue como coincidieron, el joven escritor, estudiante de filología en la ciudad, soñando con un día llegar a ser profesor y ella, estudiante de enfermería, la que había su vocación de toda una vida, se encontraron, entre libros y café en aquella vetusta cafetería.
En el sexto año de su relación, la joven, ya una enfermera, encontró un anillo de compromiso, en el fondo de su taza de capuchino.


domingo, 1 de enero de 2017

Con una taza de café - Decimoquinta taza



A sus noventa años bien vividos, el paso de los años era inclemente con el anciano. Nueve décadas no pasaban en baldes.
Todo lo vivido, lo bueno y lo malo, las penas y las alegrías, todo había dejado una marca en el anciano, en su cuerpo que acusaba los achaques y penurias de toda una vida, en una piel marcada como un pergamino por las arrugas, en vista cansada que no era la que fue en un tiempo pretérito, en sus pensamientos que eran una enciclopedia donde estaban guardados los recuerdos de toda una vida.
Pero el mayor estrago, lo estaba haciendo aquella cruel enfermedad, que poco a poco le iba arrebatando esos mismos recuerdos, que poco a poco le arrancaba con indiferencia cruel, aquello más preciado que poseía.
Poco a poco, era como si ese mal fue arrancando, emborronando, rasgando, las páginas del libro de su memoria, dejando cada vez menos fragmentos legibles.
Pero había un recuerdo, que persistía: cuando se llevaba su taza de café a los labios, cada mañana, recordaba la tarde invierno, en la que en esa apartada cafetería junto al río, había compartido una primera taza de café, con quien entonces era una desconocida y setenta años después de ese momento, era el amor de su vida.