Era un joven impetuoso,
poco más, de un adolescente, con acné y las hormonas encendidas por la
pubertad.
Habían hecho una
apuesta con los amigos. Jugando con una botella, que colocaban entre ellos, la
hacían girar, sentados en círculo.
Aquel al que señalaba
la botella, con su extremo más delgado, le era formulada un pregunta
comprometida por aquel que señalaba el extremo más ancho. Debía contestar el
señalado, o aceptar el reto que le propusieran.
Y su reto había sido ir
al cementerio de la localidad, pasar en él la noche y filmarlo, como prueba de
haber completado el desafío.
Con el corazón en un
puño, el muchacho, que se había negado, por vergüenza, a contestar a la
pregunta, de si ya había dado su primer beso, del que la respuesta era
negativa.
Llegó al cementerio,
saltó el muro que lo rodeaba, con la respiración agitada y caminó entre las
tumbas. Hileras de nichos, con el yeso aún fresco, tumbas olvidadas, presa del
musgo y la hiedra.
Caminó por el
cementerio, entre las tumbas, leyendo los nombres, las fechas, ajenas,
anónimas.
Al cabo de un rato, se
sentó con la espalda, apoyada en una de las tumbas y sacó la videocámara de su
funda.
Empezó a grabar unos
minutos, guardó la cámara, dejándola a su lado, y respiró profundamente el aire
nocturno, cerrando los ojos.
Cuando los abrió, el
corazón quiso salírsele de la boca. Frente a él, había una figura espectral,
gris, de una joven muchacha, de no más de 23 o 25 años, vestida con un vestido
de novia.
El muchacho quiso
gritar, quiso huir, pero las palabras, morían en sus labios, en su garganta
atenazada, enmudecida.
La dama, se inclinó
hacia el muchacho, tomó su rostro entre sus espectrales manos, cerró los ojos,
y fundió sus fantasmagóricos labios, con los del muchacho.
Aquel joven.... nunca
olvidaría su primer beso, esa noche, en el cementerio.
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