Él era un soldado,
reclutado, llamado a levas para ir a una guerra que no era la suya, a una
guerra que nada le importaba, una guerra que ni le iba ni le venía, como todas
las guerras.
Tenía apenas 20 años,
barba lampiña, sueños de ser maestro de escuela, al que un tiro de los
Nacionales segó su vida en la batalla del Ebro, allá por mediados, del pasado
siglo.
Ella, era una
enfermera, de un hospital de campaña. Veía la muerte cada día. Los cuerpos
sanguinolientos de jóvenes y mayores, que caían en el combate, algunos con un parter noster en los labios, otros con
una foto arrugada, de la novia o la madre, estrujada en la mano agarrotada en
el rigor mortis.
Le dieron una noche la
noticia de la muerte. Que una bala perdida, que ni siquiera le era destinada,
había desparramado su savia vital en la tierra madre.
Alejándose del
campamento, tras agradecer la amarga noticia al malhadado emisario, se alejó en
dirección a un árbol, yerto, retorcido, muerto en la linde de un campo de cultivo.
Con una navaja de
afeitar, segó su yugular, susurrando a los pies del árbol.
- Voy a tu encuentro,
amor mío.
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