Entraba
el otoño, paso a paso, día tras día. Era él, un joven muchacho, que en la
tierna infancia, había aprendido de su abuelo el cuidado de la tierra, de las
hortalizas, de los frutales, de plantas, que daban sus frutos con generosidad
estación tras estación.
No
utilizaba pesticidas, no usaba abonos químicos, tampoco invernaderos. En el
pequeño huertecillo tras su casa, se dedicaba al cultivo de los frutos propios
de cada estación.
Con
los frutos que no consumía frescos, preparaba conservas que vendía a los
propios vecinos del pueblo, o dulces con los que agasajar a los visitantes. Su
puerta siempre estaba abierta, y amigo o desconocido, a nadie se le negaba una
taza de té junto a la lumbre de la chimenea, bien caliente y una porción de
tarta.
Se
encontraba una mañana, a punta de día, eliminando malas hierbas entre las
zanahorias, echando estiércol a los rábanos, regando las acelgas, y el orgullo
de su huerta, sus calabazas, prestas a la recolección, que harían las delicias
de los lugareños en postres y cremas y que por Halloween los niños convertirían
en linternas.
Afanado
en sus tareas, el muchacho se abstraía del mundo entero, perdía la noción del
tiempo.
En
esas labores se encontraba ocupado, cuando al
levantar la vista, se encontró con una muchacha que guardaba silencio,
contemplándole desde la valla blanca de madera que rodeaba su propiedad.
Vestía
un anorak negro y rojo, un grueso gorro de lana a juego que cubría sus rizos
castaños, unas mallas y unas botas de montaña que habían conocido tiempos
mejores. A los hombros, una mochila de montañero, con un saco de dormir
enrollado en la parte de arriba.
Parecía
haber dormido al raso durante varias noches y de haber recorrido bastantes
kilómetros en los últimos días.
El
muchacho, con las manos aún sucias de tierra, limpiándolas en su delantal de
jardinero, fue al encuentro de la joven, saludándola y dándole dos besos.
La
muchacha, llevaba más de una semana haciendo el camino de Santiago, recalando,
como muchos peregrinos, en el pequeño pueblo en su ruta.
En
la localidad, le habían hablado de la hospitalidad del muchacho, y había
querido acercarse a la casa, en busca de una comida caliente y un lecho, donde
pasar la noche a resguardo.
El
muchacho, que llevaba una existencia solitaria, se apiadó de la joven, a la que
invitó a pasar al interior de la casa.
La
joven, aterida de frío, dejó su pesada mochila en la entrada de la casa y se
dejó caer agotada en el sofá del salón de la casa. El muchacho, fue a la
cocina, de la que salió con sendas tazas humeantes de té y una bandeja con una
tarta de calabaza que había preparado el día anterior.
La
muchacha, tras agradecérselo, devoró con apetito un buen pedazo de la tarta,
antes de paladear el té con un murmuro de placer y aprobación.
La
muchacha le contó que no tenía morada fija, que desde hacía años, llevaba
viajando por todo el mundo, buscando un lugar en el que quedarse, buscando el
lugar al que realmente pertenecía, buscaba el lugar al que llamaría hogar.
Era
el extremo contrario al muchacho. Él le habló de su tranquila existencia,
hogareña, dedicado a cultivar la tierra y vender sus productos.
Pasaron
la mañana, hablando animadamente, y antes de comer, la muchacha se ofreció a
ayudarle en sus labores en el huerto, para las que demostraba una nada
depreciable habilidad.
Al
mediodía, con los frutos recolectados, prepararon una ratouille que disfrutaron
juntos, charlando agradablemente. Por la tarde, tras fregar los platos,
decidieron salir a dar un paseo juntos por los alrededores.
Caída
la noche, tras la cena, se sentaron juntos en el sofá del salón, tras escoger
la muchacha, un libro de cuentos, entre las estanterías atestadas de libros que
el joven tenía en la casa.
Acurrucándose
junto al muchacho, apoyando la cabeza en su hombro, le pidió, que le leyera
alguna de esas historias. Aunque sorprendido por la petición, el muchacho
accedió a su petición.
Escuchando
la voz del joven, la muchacha poco a poco se fue quedando dormida así, apoyada
en su hombro. Los dos jóvenes, despertaron con los primeros rayos del amanecer,
con las cabezas juntas.
Día
tras día, la muchacha, siguió alargando su estancia en aquella casa, colaborando
con el joven en las labores del jardín, habituándose a esa vida juntos, como si
en cierto modo, toda la vida la hubieran pasado juntos.
La
muchacha, había encontrado el lugar, tras años de vagabundeo, en el que
quedarse, el lugar al que realmente pertenecía, el lugar en el que estaba su
lugar en el mundo, su verdadero hogar.