sábado, 31 de octubre de 2015

MEDICINA Y ENFERMERÍA: AL CESAR LO QUE ES DEL CESAR....

En mi trabajo como docente, cuento entre mis estudiantes de bachillerato, de vez en cuando, algún estudiante, que muestra inclinación, sea por estudiar medicina, sea por estudiar enfermería.
Y aquí surge una idea fundamental. En no pocas ocasiones, estudiantes cuya aspiración era estudiar medicina, ya que la nota media de la selectividad no alcanzaba a la calificación necesaria para poder realizar dichos estudios, se decantan por estudiar enfermería que para muchos de ellos, es "el plan B", la "opción de segunda".
Y me asalta el mismo miedo, que cuando un estudiante dice querer estudiar Magisterio, "porque es una carrera fácil", "por hacer algo" y otros argumentos manidos. Y la palabra VOCACIÓN se quedaba cogiendo polvo en el tintero.
Cualquiera con dos dedos de frente, que haya pisado un centro de salud o un hospital, no ha más que mirar a su alrededor, para darse cuenta, de hasta que punto, las funciones y aptitudes, para el ejercicio de la medicina y la enfermería son dispares. De ahí, la soberana absurdez que es el rechazo de plano al RD sobre la prescripción en enfermería.
A un médico, no se le exige un trato cuasi constante con el paciente. No se le exige escuchar- No se espera de él que aporte consuelo y empatía con el paciente. No se espera de él que vele por los cuidados que cualquier enfermo necesita en su ingreso en el hospital. Su labor se cierra a la diagnosis, la prescripción allá donde la formación enfermera no alcanza y los tratamientos que a ellos corresponde realizar.
La labor de un enfermero, va más allá, de los conocimientos estrictamente médicos, estrictamente vinculados al campo médico, cubriendo un fundamental espectro de competencias, al que los médicos ni siquiera han de aproximarse. ¿Es mucho pedir, acaso, conceder a los enfermeros/as de éste país, el reconocimiento legal, que les permita realizar dignamente funciones para las que están sobradamente capacitados? Yo creo que no.


12 cuentos para el otoño - VIII- Amor en el parque.


Su viaje, llegaba a su fin, y con él, el tiempo juntos que los enamorados habían podido pasar juntos.

Habían sido casi cinco días, de aquel mes de octubre, que los dos enamorados habían podido compartir, recuperando un poco del tiempo perdido, un poco del tiempo que la distancia les había robado, durante dos meses que habían pasado, a 500 kilómetros el uno del otro.

Estaban en aquel parque, apurando, las últimas horas que les restaban de ese día juntos, sentados en la hierba, frente al canal de agua que atravesaba el parque, a la sombra de los árboles.

Ya habían estado hacía tiempo en ese parque, en el mes de diciembre, y los recuerdos les venían a la mente a cada paso del camino, en cada rincón, en cada lugar en el que habían estado los dos enamorados.

Era el mes de octubre, y poco a poco, el otoño había hecho presa del lugar, tiñendo los árboles con los colores ocres de la estación.

Tendidos en la hierba, abrazados, compartían los últimos besos hasta el siguiente encuentro, hasta que con los fríos del invierno, podría de nuevo reencontrarse.



Era ese parque, uno de tantos lugares en la ciudad donde vivía ella, en el pueblo donde vivía él, que habían hecho suyos, que habían llenado con sus recuerdos, con sus momentos juntos, esos lugares, tan impregnados de recuerdos.

El resto de la gente, paseaban por el parque, ajenos al dolor de la pareja, ajenos a su historia, ajenos a la añoranza, al dolor del tiempo separados que atenazaba los corazones de los dos enamorados.

Llegado el mediodía, juntos, tomados de la mano, emprendieron el camino hacia la parada de autobús, apoyada ella la cabeza en el hombro de él, deseando que el momento de llegar a casa no llegara nunca.




viernes, 30 de octubre de 2015

12 cuentos para el otoño - VII- Amor entre las hortalizas.



Entraba el otoño, paso a paso, día tras día. Era él, un joven muchacho, que en la tierna infancia, había aprendido de su abuelo el cuidado de la tierra, de las hortalizas, de los frutales, de plantas, que daban sus frutos con generosidad estación tras estación.
No utilizaba pesticidas, no usaba abonos químicos, tampoco invernaderos. En el pequeño huertecillo tras su casa, se dedicaba al cultivo de los frutos propios de cada estación.
Con los frutos que no consumía frescos, preparaba conservas que vendía a los propios vecinos del pueblo, o dulces con los que agasajar a los visitantes. Su puerta siempre estaba abierta, y amigo o desconocido, a nadie se le negaba una taza de té junto a la lumbre de la chimenea, bien caliente y una porción de tarta.
Se encontraba una mañana, a punta de día, eliminando malas hierbas entre las zanahorias, echando estiércol a los rábanos, regando las acelgas, y el orgullo de su huerta, sus calabazas, prestas a la recolección, que harían las delicias de los lugareños en postres y cremas y que por Halloween los niños convertirían en linternas.
Afanado en sus tareas, el muchacho se abstraía del mundo entero, perdía la noción del tiempo.

En esas labores se encontraba ocupado, cuando al  levantar la vista, se encontró con una muchacha que guardaba silencio, contemplándole desde la valla blanca de madera que rodeaba su propiedad.
Vestía un anorak negro y rojo, un grueso gorro de lana a juego que cubría sus rizos castaños, unas mallas y unas botas de montaña que habían conocido tiempos mejores. A los hombros, una mochila de montañero, con un saco de dormir enrollado en la parte de arriba.
Parecía haber dormido al raso durante varias noches y de haber recorrido bastantes kilómetros en los últimos días.
El muchacho, con las manos aún sucias de tierra, limpiándolas en su delantal de jardinero, fue al encuentro de la joven, saludándola y dándole dos besos.
La muchacha, llevaba más de una semana haciendo el camino de Santiago, recalando, como muchos peregrinos, en el pequeño pueblo en su ruta.
En la localidad, le habían hablado de la hospitalidad del muchacho, y había querido acercarse a la casa, en busca de una comida caliente y un lecho, donde pasar la noche a resguardo.
El muchacho, que llevaba una existencia solitaria, se apiadó de la joven, a la que invitó a pasar al interior de la casa.

La joven, aterida de frío, dejó su pesada mochila en la entrada de la casa y se dejó caer agotada en el sofá del salón de la casa. El muchacho, fue a la cocina, de la que salió con sendas tazas humeantes de té y una bandeja con una tarta de calabaza que había preparado el día anterior.
La muchacha, tras agradecérselo, devoró con apetito un buen pedazo de la tarta, antes de paladear el té con un murmuro de placer y aprobación.
La muchacha le contó que no tenía morada fija, que desde hacía años, llevaba viajando por todo el mundo, buscando un lugar en el que quedarse, buscando el lugar al que realmente pertenecía, buscaba el lugar al que llamaría hogar.
Era el extremo contrario al muchacho. Él le habló de su tranquila existencia, hogareña, dedicado a cultivar la tierra y vender sus productos.
Pasaron la mañana, hablando animadamente, y antes de comer, la muchacha se ofreció a ayudarle en sus labores en el huerto, para las que demostraba una nada depreciable habilidad.
Al mediodía, con los frutos recolectados, prepararon una ratouille que disfrutaron juntos, charlando agradablemente. Por la tarde, tras fregar los platos, decidieron salir a dar un paseo juntos por los alrededores.

Caída la noche, tras la cena, se sentaron juntos en el sofá del salón, tras escoger la muchacha, un libro de cuentos, entre las estanterías atestadas de libros que el joven tenía en la casa.
Acurrucándose junto al muchacho, apoyando la cabeza en su hombro, le pidió, que le leyera alguna de esas historias. Aunque sorprendido por la petición, el muchacho accedió a su petición.
Escuchando la voz del joven, la muchacha poco a poco se fue quedando dormida así, apoyada en su hombro. Los dos jóvenes, despertaron con los primeros rayos del amanecer, con las cabezas juntas.
Día tras día, la muchacha, siguió alargando su estancia en aquella casa, colaborando con el joven en las labores del jardín, habituándose a esa vida juntos, como si en cierto modo, toda la vida la hubieran pasado juntos.
La muchacha, había encontrado el lugar, tras años de vagabundeo, en el que quedarse, el lugar al que realmente pertenecía, el lugar en el que estaba su lugar en el mundo, su verdadero hogar.



martes, 27 de octubre de 2015

12 cuentos para el otoño - VI- Un café para el otoño.

Trabajaba como barista en un local del Paseo del Prado, en el corazón de Madrid.
En cualquier estación del año, el local, era frecuentado por gran número de clientes, pero era en el frescor del otoño y el gélido invierno, cuando más gentes de la ciudad acudían, en un busca de un pastelillo, de un chocolate caliente o un café para entrar en calor.
Desde su posición tras la barra, podía ver a una pareja de enamorados, sentados en las sillas del exterior del local, porque el interior estaba ya hasta la bandera, acurrucados, el uno junto al otro, mirándose con complicidad mientras bebían su café y daban buena cuenta, de sendos bollos de canela.
Compartían besos con el sabor de la canela en sus labios, risas y miradas en las que el brillo del amor estaba presente a cada instante. Las manos de él, entrelazadas con la de ella, sobre sus piernas, jugando con los dedos, el uno del otro.
Más allá, un ruidoso grupo de amigos, compartían un té en el interior del local. Un universitario solitario, repasaba sus apuntes en otra mesa, dando sorbos a su chocolate caliente. Una madre, con sus dos hijos, pegadas sus naricillas enrojecidas por el frío al escaparate, relamiéndose golosos ante los dulces.
Esas personas, sencillamente seguirían con sus vidas, ajenos, a la existencia del barista. Éste volvería a su pequeño piso, en el extrarradio de la ciudad, desde donde tenía cada día que hacer un largo trayecto en metro y autobús para llegar al trabajo.
Ensimismado en sus pensamientos, haciendo su trabajo de forma rutinaria y mecánica, no se había percatado, de la presencia de una joven muchacha, que esperaba, con una sonrisa, al otro lado del mostrador, a ser atendida.
- Perdona... - dijo su voz, saliendo amortiguada tras una gruesa bufanda encarnada, que destacaba en el negro de su abrigo - ¿Puedes ponerme un capuchino, por favor?
El joven se había quedado mirándola embelesado, unos instantes, antes de reaccionar, ruborizado.
- Claro - dijo con una sonrisa, actuando con cierta torpeza entre las tazas y la máquina de cafés, sirviéndole a la joven lo que había pedido, y arriesgándose a añadir un pastelillo de calabaza, que le sirvió junto al café.
- Invita la casa - dijo con un guiño, tomando el dinero de mano de la muchacha, sintiendo el roce de las yemas de sus dedos en la palma de su mano.
La joven se lo agradeció con una sonrisa, apartando ligeramente la bufanda y se sentó en la misma barra, a dar cuenta de su merienda, mirando de reojo al joven, cuando éste no la miraba.
Poco a poco, la joven, que era la primera vez que pisaba el local, se fue haciendo una habitual, y en los días en los que el joven muchacho no estaba, se daba la vuelta, con una expresión de decepción en el rostro. 15 cafés y otros tantos dulces más tarde, el joven barista, acudió al local pero ésta vez no como trabajador, sino como cliente, en uno de sus días libres, cruzándose con la muchacha en la puerta.
Pidieron esta vez un chocolate caliente, y dos bollos de canela, que se sentaron a disfrutar juntos en la terraza del local, cerca el uno del otro, con un brillo de amor en su mirada.

domingo, 25 de octubre de 2015

12 cuentos para el otoño - V- Los frutos del otoño



Vivía, aquel anciano, en una apartada casa de campo, retirada, en una pequeña localidad, cerca de los campos de nogales y castaños que habían pertenecido a su familia.

Nogales y castaños que habían alimentado a su familia durante generaciones, pero que él, al no tener descendencia, caerían en el olvido, devueltos a la naturaleza desatada que haría presa de ellos.

Ya con su pensión, y los pocos gastos que tenía, no tenía necesidad de seguir trabajando aquellas tierras, de seguir recolectando los frutos que los árboles daban cada otoño, pero aunque mucha de la producción volvía la tierra, dado que por sus achaques ya no podía seguir ocupándose de todo, seguía pacientemente recorriendo aquellos campos, con los primeros rayos de sol y hasta el ocaso, recogiendo los frutos.

Vivía en soledad, y apenas  se relacionaba con las gentes del pueblo, excepto cuando necesitaba suministros, acudía a cobrar su pensión o a vender los frutos de sus campos.

En la tienda donde vendía sus productos, encontró a una mujer de edad similar a la suya, pero a la que no había visto, algo raro, pues conocía a la mayoría de los lugareños de aquel pueblo.

La encargada de la tienda, le presentó a aquella mujer, que tras su jubilación, se había retirado al pueblo.
Buscaba un lugar donde quedarse, hasta encontrar una morada en la que instalarse, y le sugirieron al anciano, que la acogiera en su casa de campo, hasta que encontrara donde quedarse.

Refunfuñando y no muy convencido, el anciano accedió a recibir a la mujer en su casa, concediéndole una habitación de su casa, por unos pocos días, siempre y cuando prometiera no incomodarle.

La anciana, accedió a instalarse en la casa, a la que el anciano condujo caminando por las calles del pueblo, luego por la senda de tierra, que llevaba hasta la casa.

Al principio reticente y frío, el anciano, poco a poco, comenzaba a apreciar la presencia de la mujer en la casa. Le gustaba su compañía, le gustaba comer con ella. Le gustaba compartir una taza de café en las mañanas con los primeros rayos y pasear juntos al ocaso por los árboles cercanos, preparar conservas con los frutos...

Una noche, al ocaso, salieron a contemplar el firmamento estrellado, antes de acostarse. Era una noche fresca, y él la rodeó entre sus brazos para darle calor. Sus miradas se encontraron, antes, de como respondiendo a un mismo instinto, se fundieron en un tierno beso.


sábado, 24 de octubre de 2015

ENFERMER@ QUE CUIDAS CON AMOR

ENFERMER@ QUE CUIDAS CON AMOR
Yo antes era alguien, como cualquier otro ciudadano, ajeno a los entresijos de la enfermería, ajeno a la sutileza de éste oficio, a todo lo que pasa entre bambalinas, a todo lo que la mayoría de la gente no sabemos, no conocemos, más allá de las ocasiones en las que la salud no acompaña y nos ponemos en sus manos.
Pero va camino de 5 años en que conocí a la mujer de mi vida, que por vocación escogió esta carrera tan sufrida e ingrata, pero a la que se entrega en cuerpo y alma. Y ahí, comencé a entender, todo lo que no ocupaba portadas de periódicos, de todo aquello de lo que no se habla en el teledario.
Y la cerrazón en banda en el Congreso a establecer una legislación definida sobre la prescripción enfermera, de la que los periódicos no se harán eco, de la que las grandes cadenas ni mencionarán siquiera, y sólo por internet, cuatro gatos, se enterarán de lo que hay detrás realmente, sólo quienes pertenezcan al gremio, o sean lo bastante cercanos a él.
Una puñalada trapera más, un golpe de descrédito, de favoritismo político flagrante, lleno de mentiras, de "bienquedismo", de falsedad, de tergiversar la realidad, haciendo de la enfermería una vez más el saco de boxeo que tiene que tragar con todo aquello con estoicismo y por amor a la profesión y dedicación a sus pacientes, no darán la espalda a quienes terminarían sin duda pagando el pato: los propios pacientes, junto con los profesionales de la enfermería, que son quienes menos culpa tienen en esto, pero que como siempre, acaban pagando justos, por pecadores.
Yo soy profesor, no soy enfermero. Soy un ciudadano más, que paga sus impuestos, curra sus horas toda la semana, come, duerme, caga y mea, como todo hijo de vecino. No tengo un apellido rimbombante, ni ocupo un cargo de poder.
Y aunque mis palabras no cambiarían ésta despreciable situación, aunque la única solución, sea que al fin quienes tienen la sartén del poder por el mango, se decidieran a mover el culo de sus asientos encuerados para ver más allá del escritorio de su despacho, rompo una lanza, por todos los profesionales de la enfermería, por mi enamorada, por todos los que cada día, desde dentro capeáis con estos despropósitos. 
Todo el coraje, todo el ánimo, y todo el respeto, en ésta lucha.
José Miguel Biel Buil


12 cuentos para el otoño - IV- Antes de que llegue el invierno…



El otoño, se había apropiado de cada rincón del bosque, llenándolo con sus colores amarillos, rojizos y ocres, anunciando poco a poco, la proximidad del gélido invierno.
Ésta es la historia, de un pequeño jilguero. Un pequeño pajarito, de colores sencillos y mundanos, pero con un melodioso trino.
El pajarillo, vivía, en un tronco de un árbol, que una familia de pájaros carpinteros, había ocupado durante largo tiempo, antes de mudarse, a otra parte del bosquecillo.
El jilguero había reunido en su pequeña morada, abundantes frutos y bayas, con los que pasar, a resguardo la fría estación venidera. Sin embargo, el pobre jilguero, estaba terriblemente sólo.
Pasaría el invierno sin más compañía que sí mismo, acurrucado entre las ramitas, comiendo los frutos y esperando la llegada de la venidera primavera.
Pero un día, en uno de sus vuelos por el bosque, buscando alimento que almacenar, se encontró con una pequeña jilguera, que había quedado atrapada, en unos zarzales, cuyas espinas herían sus halitas marrones.
El pobre jilguero, era un ave pequeña  y poca cosa, pero al ver a jilguera en peligro, se acercó volando al zarzal.
Con su pico, más pensado para comer semillas que para esas tareas, se lanzó a picotear con todas sus ganas los zarcillos que aprisionaban al pajarito, hasta conseguir liberar a la jilguera, de su prisión.
Asustada, una vez liberada, la pajarilla alzó el vuelo  y se alejó a toda prisa de allí, y el pobre jilguero se quedó allí, contemplándola marcharse, afligido.
Triste el pobre jilguero, regresó a su nido y así pasaron varios días, tras los cuales, la jilguera, una buena mañana, apareció con una ramita de bayas en el pico, que ofreció, al pobre jilguero, con un alegre trino amable, acurrucándose a su lado en el nido, acariciando sus plumas con el pico.