martes, 27 de octubre de 2015

12 cuentos para el otoño - VI- Un café para el otoño.

Trabajaba como barista en un local del Paseo del Prado, en el corazón de Madrid.
En cualquier estación del año, el local, era frecuentado por gran número de clientes, pero era en el frescor del otoño y el gélido invierno, cuando más gentes de la ciudad acudían, en un busca de un pastelillo, de un chocolate caliente o un café para entrar en calor.
Desde su posición tras la barra, podía ver a una pareja de enamorados, sentados en las sillas del exterior del local, porque el interior estaba ya hasta la bandera, acurrucados, el uno junto al otro, mirándose con complicidad mientras bebían su café y daban buena cuenta, de sendos bollos de canela.
Compartían besos con el sabor de la canela en sus labios, risas y miradas en las que el brillo del amor estaba presente a cada instante. Las manos de él, entrelazadas con la de ella, sobre sus piernas, jugando con los dedos, el uno del otro.
Más allá, un ruidoso grupo de amigos, compartían un té en el interior del local. Un universitario solitario, repasaba sus apuntes en otra mesa, dando sorbos a su chocolate caliente. Una madre, con sus dos hijos, pegadas sus naricillas enrojecidas por el frío al escaparate, relamiéndose golosos ante los dulces.
Esas personas, sencillamente seguirían con sus vidas, ajenos, a la existencia del barista. Éste volvería a su pequeño piso, en el extrarradio de la ciudad, desde donde tenía cada día que hacer un largo trayecto en metro y autobús para llegar al trabajo.
Ensimismado en sus pensamientos, haciendo su trabajo de forma rutinaria y mecánica, no se había percatado, de la presencia de una joven muchacha, que esperaba, con una sonrisa, al otro lado del mostrador, a ser atendida.
- Perdona... - dijo su voz, saliendo amortiguada tras una gruesa bufanda encarnada, que destacaba en el negro de su abrigo - ¿Puedes ponerme un capuchino, por favor?
El joven se había quedado mirándola embelesado, unos instantes, antes de reaccionar, ruborizado.
- Claro - dijo con una sonrisa, actuando con cierta torpeza entre las tazas y la máquina de cafés, sirviéndole a la joven lo que había pedido, y arriesgándose a añadir un pastelillo de calabaza, que le sirvió junto al café.
- Invita la casa - dijo con un guiño, tomando el dinero de mano de la muchacha, sintiendo el roce de las yemas de sus dedos en la palma de su mano.
La joven se lo agradeció con una sonrisa, apartando ligeramente la bufanda y se sentó en la misma barra, a dar cuenta de su merienda, mirando de reojo al joven, cuando éste no la miraba.
Poco a poco, la joven, que era la primera vez que pisaba el local, se fue haciendo una habitual, y en los días en los que el joven muchacho no estaba, se daba la vuelta, con una expresión de decepción en el rostro. 15 cafés y otros tantos dulces más tarde, el joven barista, acudió al local pero ésta vez no como trabajador, sino como cliente, en uno de sus días libres, cruzándose con la muchacha en la puerta.
Pidieron esta vez un chocolate caliente, y dos bollos de canela, que se sentaron a disfrutar juntos en la terraza del local, cerca el uno del otro, con un brillo de amor en su mirada.

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