domingo, 25 de octubre de 2015

12 cuentos para el otoño - V- Los frutos del otoño



Vivía, aquel anciano, en una apartada casa de campo, retirada, en una pequeña localidad, cerca de los campos de nogales y castaños que habían pertenecido a su familia.

Nogales y castaños que habían alimentado a su familia durante generaciones, pero que él, al no tener descendencia, caerían en el olvido, devueltos a la naturaleza desatada que haría presa de ellos.

Ya con su pensión, y los pocos gastos que tenía, no tenía necesidad de seguir trabajando aquellas tierras, de seguir recolectando los frutos que los árboles daban cada otoño, pero aunque mucha de la producción volvía la tierra, dado que por sus achaques ya no podía seguir ocupándose de todo, seguía pacientemente recorriendo aquellos campos, con los primeros rayos de sol y hasta el ocaso, recogiendo los frutos.

Vivía en soledad, y apenas  se relacionaba con las gentes del pueblo, excepto cuando necesitaba suministros, acudía a cobrar su pensión o a vender los frutos de sus campos.

En la tienda donde vendía sus productos, encontró a una mujer de edad similar a la suya, pero a la que no había visto, algo raro, pues conocía a la mayoría de los lugareños de aquel pueblo.

La encargada de la tienda, le presentó a aquella mujer, que tras su jubilación, se había retirado al pueblo.
Buscaba un lugar donde quedarse, hasta encontrar una morada en la que instalarse, y le sugirieron al anciano, que la acogiera en su casa de campo, hasta que encontrara donde quedarse.

Refunfuñando y no muy convencido, el anciano accedió a recibir a la mujer en su casa, concediéndole una habitación de su casa, por unos pocos días, siempre y cuando prometiera no incomodarle.

La anciana, accedió a instalarse en la casa, a la que el anciano condujo caminando por las calles del pueblo, luego por la senda de tierra, que llevaba hasta la casa.

Al principio reticente y frío, el anciano, poco a poco, comenzaba a apreciar la presencia de la mujer en la casa. Le gustaba su compañía, le gustaba comer con ella. Le gustaba compartir una taza de café en las mañanas con los primeros rayos y pasear juntos al ocaso por los árboles cercanos, preparar conservas con los frutos...

Una noche, al ocaso, salieron a contemplar el firmamento estrellado, antes de acostarse. Era una noche fresca, y él la rodeó entre sus brazos para darle calor. Sus miradas se encontraron, antes, de como respondiendo a un mismo instinto, se fundieron en un tierno beso.


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