Vivía,
aquel anciano, en una apartada casa de campo, retirada, en una pequeña
localidad, cerca de los campos de nogales y castaños que habían pertenecido a
su familia.
Nogales
y castaños que habían alimentado a su familia durante generaciones, pero que
él, al no tener descendencia, caerían en el olvido, devueltos a la naturaleza
desatada que haría presa de ellos.
Ya
con su pensión, y los pocos gastos que tenía, no tenía necesidad de seguir
trabajando aquellas tierras, de seguir recolectando los frutos que los árboles
daban cada otoño, pero aunque mucha de la producción volvía la tierra, dado que
por sus achaques ya no podía seguir ocupándose de todo, seguía pacientemente
recorriendo aquellos campos, con los primeros rayos de sol y hasta el ocaso,
recogiendo los frutos.
Vivía
en soledad, y apenas se relacionaba con
las gentes del pueblo, excepto cuando necesitaba suministros, acudía a cobrar
su pensión o a vender los frutos de sus campos.
En
la tienda donde vendía sus productos, encontró a una mujer de edad similar a la
suya, pero a la que no había visto, algo raro, pues conocía a la mayoría de los
lugareños de aquel pueblo.
La
encargada de la tienda, le presentó a aquella mujer, que tras su jubilación, se
había retirado al pueblo.
Buscaba
un lugar donde quedarse, hasta encontrar una morada en la que instalarse, y le
sugirieron al anciano, que la acogiera en su casa de campo, hasta que
encontrara donde quedarse.
Refunfuñando
y no muy convencido, el anciano accedió a recibir a la mujer en su casa,
concediéndole una habitación de su casa, por unos pocos días, siempre y cuando
prometiera no incomodarle.
La
anciana, accedió a instalarse en la casa, a la que el anciano condujo caminando
por las calles del pueblo, luego por la senda de tierra, que llevaba hasta la
casa.
Al
principio reticente y frío, el anciano, poco a poco, comenzaba a apreciar la
presencia de la mujer en la casa. Le gustaba su compañía, le gustaba comer con
ella. Le gustaba compartir una taza de café en las mañanas con los primeros
rayos y pasear juntos al ocaso por los árboles cercanos, preparar conservas con
los frutos...
Una
noche, al ocaso, salieron a contemplar el firmamento estrellado, antes de
acostarse. Era una noche fresca, y él la rodeó entre sus brazos para darle
calor. Sus miradas se encontraron, antes, de como respondiendo a un mismo
instinto, se fundieron en un tierno beso.
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