domingo, 1 de noviembre de 2015

12 cuentos para el otoño - IX- Fogones para el otoño



Era una joven cocinera, propietaria, de un pequeño asador, cerca de las montañas, a las que senderistas, alpinistas, parejas y familias acudían en festividades a fugarse lejos de la ciudad, lejos de sus ocupaciones diarias, de su trabajo y obligaciones.
Desde pequeña, había aprendido con sus padres el arte de la cocina. Le gustaba experimentar y aprender, pero huía de los modernismos de la cocina de autor, partidaria de quien se sentara a su mesa saliera con la panza llena y bien regada de vino.
Desde que sus padres habían fallecido, por avanzada edad, se había quedado sola al frente del local, teniendo que hacer ella todo el trabajo en cocinas, contando sólamente con la ayuda de una joven muchacha del pueblo, a la que contrataba en las temporadas de más clientela, para que sirviera las mesas y atendiera en la barra.
Se acercaba el puente del Pilar, en el que esperaba un gran número de clientes en su asador, durante los días que duraran las festividades.
En el primer día, apareció un joven fotógrafo en su restaurante, que trabajaba para una revista de turismo y paisajes, al que habían enviado desde su editorial para hacer fotografías de las montañas.
El muchacho, se hospedaba en la habitación de una casa de turismo rural, y acudía cada día a hacer las tres comidas del día en el asador de la muchacha.
Acudía de buena mañana al asador,  pertrechado con una mochila con su equipo, tomaba asiento en la misma mesa, cerca de las cocinas, donde desayunaba, siempre con una sonrisa amable, antes de salir a hacer sus fotografías.
Regresaba al mediodía para comer, aprovechando muchas veces a preguntar a la joven, por los mejores rincones, por los más bellos paisajes que fotografiar.
Y por las noches, agotado tras todo el día fuera, tomando fotografías, tras la cena, se sentaba en un rincón del salón, con un chocolate caliente, donde compartía con la muchacha, las fotografías que había hecho en ese día.
Poco a poco, los días del puente fueron pasando y la joven estaba cada vez más saturada de trabajo en las cocinas, que no alcanzaba a atender a toda la clientela del local.
El joven, tras su desayuno, veía la muchacha, con la cual había empezado a forjar una incipiente amistad, afanándose entre los fogones, aceleradamente, enrojecida por el calor y el esfuerzo.

Como respondiendo a un impulso natural, el fotógrafo aparcó sus cosas en un perchero del local, cruzó la barra del local y se calzó un delantal y un gorro para el pelo, entrando en la cocina.
Para sorpresa de la muchacha, el joven retomó el trabajo, en una tabla de cortar, en la que joven había dejado unas verduras a medio cortar, que el muchacho se puso a la tarea de seguir cortando.
Largo rato antes del mediodía, los dos jóvenes, danzando entre los fogones en una sincronía como si lo hubieran hecho toda la vida, estaba preparada toda la comida necesaria con tiempo más que de sobras, y al fin, la joven podía relajarse un poco.
Terminada la tarea, se sirvieron una taza de humeante café y salieron a la parte trasera del local, donde la joven propietaria tenía un banco, desde que el que se avistaban las montañas, donde se retiraba, en los raros momentos de soledad, para estar tranquila.
Dando sorbos al café, la muchacha, se apoyó agotada, la cabeza en el hombro del muchacho, con un suspiro de agotamiento.
- Gracias - susurró ella, tomándole por el brazo, acariciando su mano con las yemas de los dedos.
Él, por toda respuesta, depositó un suave beso en su frente.

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