Era
una joven cocinera, propietaria, de un pequeño asador, cerca de las montañas, a
las que senderistas, alpinistas, parejas y familias acudían en festividades a
fugarse lejos de la ciudad, lejos de sus ocupaciones diarias, de su trabajo y
obligaciones.
Desde
pequeña, había aprendido con sus padres el arte de la cocina. Le gustaba
experimentar y aprender, pero huía de los modernismos de la cocina de autor,
partidaria de quien se sentara a su mesa saliera con la panza llena y bien
regada de vino.
Desde
que sus padres habían fallecido, por avanzada edad, se había quedado sola al
frente del local, teniendo que hacer ella todo el trabajo en cocinas, contando
sólamente con la ayuda de una joven muchacha del pueblo, a la que contrataba en
las temporadas de más clientela, para que sirviera las mesas y atendiera en la
barra.
Se
acercaba el puente del Pilar, en el que esperaba un gran número de clientes en
su asador, durante los días que duraran las festividades.
En
el primer día, apareció un joven fotógrafo en su restaurante, que trabajaba
para una revista de turismo y paisajes, al que habían enviado desde su
editorial para hacer fotografías de las montañas.
El
muchacho, se hospedaba en la habitación de una casa de turismo rural, y acudía
cada día a hacer las tres comidas del día en el asador de la muchacha.
Acudía
de buena mañana al asador, pertrechado
con una mochila con su equipo, tomaba asiento en la misma mesa, cerca de las
cocinas, donde desayunaba, siempre con una sonrisa amable, antes de salir a
hacer sus fotografías.
Regresaba
al mediodía para comer, aprovechando muchas veces a preguntar a la joven, por
los mejores rincones, por los más bellos paisajes que fotografiar.
Y
por las noches, agotado tras todo el día fuera, tomando fotografías, tras la
cena, se sentaba en un rincón del salón, con un chocolate caliente, donde
compartía con la muchacha, las fotografías que había hecho en ese día.
Poco
a poco, los días del puente fueron pasando y la joven estaba cada vez más
saturada de trabajo en las cocinas, que no alcanzaba a atender a toda la
clientela del local.
El
joven, tras su desayuno, veía la muchacha, con la cual había empezado a forjar
una incipiente amistad, afanándose entre los fogones, aceleradamente, enrojecida
por el calor y el esfuerzo.
Como
respondiendo a un impulso natural, el fotógrafo aparcó sus cosas en un perchero
del local, cruzó la barra del local y se calzó un delantal y un gorro para el
pelo, entrando en la cocina.
Para
sorpresa de la muchacha, el joven retomó el trabajo, en una tabla de cortar, en
la que joven había dejado unas verduras a medio cortar, que el muchacho se puso
a la tarea de seguir cortando.
Largo
rato antes del mediodía, los dos jóvenes, danzando entre los fogones en una
sincronía como si lo hubieran hecho toda la vida, estaba preparada toda la
comida necesaria con tiempo más que de sobras, y al fin, la joven podía
relajarse un poco.
Terminada
la tarea, se sirvieron una taza de humeante café y salieron a la parte trasera
del local, donde la joven propietaria tenía un banco, desde que el que se
avistaban las montañas, donde se retiraba, en los raros momentos de soledad,
para estar tranquila.
Dando
sorbos al café, la muchacha, se apoyó agotada, la cabeza en el hombro del muchacho,
con un suspiro de agotamiento.
-
Gracias - susurró ella, tomándole por el brazo, acariciando su mano con las
yemas de los dedos.
Él,
por toda respuesta, depositó un suave beso en su frente.
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