A
través de la ventana, se veían los árboles de la casa, con los tonos amarillos
y ocres del otoño ya entrado, las hojas cayendo poco a poco al suelo,
preparándose para el invierno.
Apenas
amanecía, los primeros rayos de sol inundando la habitación. en la que los dos
ancianos empezaban un nuevo día en el lecho, abrazados, entre las cálidas
sábanas.
Esa
casa de piedra, con su jardín con los almendros y cerezos, tras la valla
blanca, era el sueño de toda una vida. Era la casa en la que la pareja habían
vivido más de cuarenta años.
Él profesor jubilado, ella enfermera ya retirada.
En esa misma cama habían engendrado a sus hijos, se habían acurrucado con sus
pequeños cuando enfermaban o en las noches de tormenta. En ese mismo lecho
habían hecho el amor noche tras noche de su vida.
En ese mismo lecho, habían
amanecido y anochecido, todos y cada uno de los días de su vida juntos, en más
de cuarenta años en esa casa y los cincuenta que llevaban juntos.
50
otoños, 50 veces que el otoño había llegado al calendario, a los árboles, a sus
vidas. 50 otoños, llenos de despertares entre besos y caricias, 50 otoños
extrañándose cada segundo, que habían estado lejos el uno del otoño, 50 otoños,
viendo el paso de los días, viendo como su amor florecía, como su amor
prosperaba, como su amor se hacía más grande, más intenso, más maravilloso.
50
otoños, en las que la pareja de ancianos, seguía compartiendo las pequeñas
cosas del día a día, con las mismas ganas, con la misma emoción, la misma
sensación cada día de compartir algo muy, muy especial.
50
otoños después, despertaban cada mañana sin excepción juntos en el lecho, preparaban
el desayuno en la cocina, entre besos y guiños cómplices como una pareja de
veinteañeros.
Ella leía en su butaca azul junto a la chimenea del salón, él
tecleaba en su vieja máquina de escribir, línea a línea, las páginas de su
siguiente novela, que ella leería impaciente tan pronto como terminara.
Pasearía
juntos por los caminos alrededor de su casa, se sentarían a hacer un pick-nick
entre la hojarasca, junto al río, como cuando eran dos chavalillos.
Cantarían
juntos en los días de lluvia para espantar los truenos, salían a comer a su
restaurante favorito, el mismo al que iban de novios, entrelazando las manos
sobre la mesa, besándose como dos adolescentes en su primera cita por encima de
los platos.
Otoño,
invierno, primavera o verano.... en todas las estaciones, su amor florecía, año
tras año.
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