Era
uno de los pocos pastores que quedaban, uno de los pocos hombres, que querían
hacer ese duro y ancestral oficio. A pesar de su juventud, aquel muchacho había
aprendido el oficio de su padre, desde que era poco más que un niño.
Ahora
su padre, demasiado anciano como para seguir subiendo a las colinas con el
rebaño, el joven había tomado el relevo en la tarea de su padre.
Pasaba
semanas en soledad, retirado con el rebaño en las montañas, y solamente volvía
a las tierras bajas cuando necesitaba suministros y era cuando aprovechaba a
reunirse con su familia, antes de volver con su rebaño.
Allí,
su morada era una cabaña de sillares de piedra, tosca y muy sencilla, pero con
lo suficiente para vivir ese tiempo. Una cocina de leña, un camastro, una mesa
con un par de sillas, un armario donde guardar la ropa, un lavadero donde lavar
los cacharros y prendas, y un arcón donde almacenaba las provisiones.
Al
lado de la cabaña, un redil con techo para las ovejas con coderos recién
nacidos y corrales de vallas, para el recio del rebaño.
Apunta
de día, marchaba con sus dos perros, el zurrón y el mayal en dirección a lo
alto de las colinas, en busca de los pastos más verdes, y hasta caída la noche
no regresaba a los corrales, y así día tras día, hasta que las primeras nieves
obligaban a bajar al llano.
Con
el otoño, quedaban aún unas pocas semanas antes de las primeras nieves y las
ovejas aún podían aprovechar un poco más los verdes pastos del norte.
Ese
era un día, como otro cualquiera, en el que el joven pastor empezaba su
jornada. Había unas nubes grises más allá de las colinas, que no presagiaban
nada bueno, pero el joven pastor no podía dejar a su rebaño en el corral, o de
lo contrario tendría que darles paja y forraje, que le costaba un dinero que no
podía permitirse.
Pasaron
las horas y llegó con su rebaño a lo alto de las cumbres, donde en una zona de
pasto fresco, dejó a sus animales, observando con preocupación las nubes que se
cernían cada vez más cerca, amenazando una tormenta.
Desde
donde estaba, veía a una excursionista, que recorría en soledad las montañas,
que le saludó desde la lejanía con la mano, antes de seguir su camino entre las
colinas, perdiéndose de la vista.
Hacia
casi el ocaso, las tormenta estalló con toda su virulencia, descargando rayos y
lluvia por doquier.
El
pastor, arrebujado en su abrigo, partió de regreso hacia el refugio, al paso
lento del ganado, que atemorizado prácticamente no eran capaces de seguir
avanzando.
Mientras
bajaban por la colina, el joven pastor escuchó un grito de auxilio, que llegaba
entre las sombras de la noche, arrastrado por el viento de la tormenta.
El
pastor, preocupado, dejó que los perros guiaran al rebaño en el familiar camino
a los corrales, y salió en busca, entre la tormenta, a la persona que pedía
auxilio. Era de todo menos una decisión sensata precisamente, y la prudencia le
gritaba que volviera su cabaña y se refugiara.
Pasó
lo que al hombre, le pareció una eternidad, hasta que distinguió un anorak rojo
entre un grupo de rocas, encontrando el cuerpo de la muchacha que le había
saludado aquella misma mañana.
Aterida
de frío y aterrada, la joven se había hecho un ovillo, guareciéndose como pudo
entre las rocas. El pastor, tomó el cuerpo de la joven entre sus brazos,
tomándola en volandas y cargando con ella, protegiéndola con su cuerpo de la
tormenta, corriendo lo más rápido que pudo hacia la cabaña.
Al
llegar, ayudó a la mujer a despojarse de su abrigo empapado, la abrigó en el
camastro con una gruesa manta, encendió la chimenea y preparó un chocolate
caliente para que la joven entrara en calor enseguida y pudiera secarse.
La
muchacha agradeció las atenciones del pastor, sin pronunciar casi palabra,
bebiendo a sorbos el chocolate, y entrando poco a poco en calor.
La
muchacha le contó que había salido, como todos los fines de semana, a caminar
por las montañas, pero que ésta vez la tormenta la había sorprendido antes de
poder regresar al pueblo.
Le
contó que trabajaba en la ciudad, pero a la mínima ocasión escapaba a las
montañas, a sus verdes paisajes, a la tranquila soledad del lugar y que incluso
había pensado dejar su trabajo en la urbe, para instalarse en el pueblo.
El
pastor, le hablaba de su trabajo allí, del cuidado de las ovejas, de la soledad
de su trabajo, de los peligros de la montaña, de la satisfacción cuando con el
buen tiempo nacían los corderos...
La
muchacha, le propuso, acompañarle en su trabajo con el ganado. Que el próximo
fin de semana, cuando volviera a las montañas, acompañar al pastorcillo en su
labor.
Éste,
aunque con cierta preocupación, aceptó la propuesta de la joven, que a la
mañana siguiente, regresó al pueblo tras despedirse del pastorcillo,
prometiendo volver el fin de semana siguiente.
El
pastor pensaba que todo era mentira, que lo había dicho por cortesía, que la
joven no iba a aparecer. Pasaron los días y llego el sábado, en el que la
muchacha debía volver. El joven pastor, partió como cada mañana hacia las
montañas, pero de la joven no había ni rastro.
El
muchacho, pasó todo el día pensando en la joven mientras vigilaba sus ovejas,
hasta que al atardecer regresó al corral, y cual no fue su sorpresa, al encontrarse
a la joven en la cabaña.
Un
alegre fuego crepitaba cálido en la chimenea, una olla de sopa cocía entre las
llamas llenando de un olor a verduras y carne el ambiente. El camastro estaba
hecho y habían puesto sábanas nuevas y limpias. En la mesa, varias bolsas con
provisiones y otros objetos.
La
muchacha, le saludó con una gran sonrisa, abrazándole con fuerza, invitándole a
sentarse, mientras le quitaba el zurrón, el paraguas y el abrigo, y le sirvió
un cuenco de deliciosa sopa humeante.
La
joven le contó que había llegado entrada la mañana, cargada con las bolsas, y
que al ver que no estaba, había decidido esperarle.
Comieron
ambos la sopa, atacaron los fiambres y queso que había comprado la muchacha y
un trozo de un pastel que había hecho ella misma y traído consigo.
Terminado
el ágape, salieron los dos juntos, con una manta, a contemplar las estrellas,
con una taza de chocolate, como la que compartieron cuando se conocieron.
Los
dos juntos, abrazados bajo la manta, se miraron unos instantes a los ojos, en
silencio, antes de fundirse en un beso, que habló por ellos en el silencio de
la noche otoñal.
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