Tenía
una pequeña repostería, en el caso antiguo de la ciudad, un modesto local
heredado de su familia, con una larga tradición de maestros reposteros. Las
instalaciones eran algo anticuadas y el local no daba para vender mucho
producto, no era negocio para hacerse rico precisamente, pero daba para vivir.
El
joven muchacho, trabajaba cada día con entusiasmo en el obrador, donde pasaba
la mayor parte del día, saliendo a la parte de la tienda destinada a venta,
cuando oía el tintineo del timbre, cada vez que entraba un cliente.
No
tenía una gran clientela, pero si muy fiel. Ancianos, niños, y jóvenes, que
cada día pasaban a comprar el pan del día, un pastel para un cumpleaños, una
tarta para el té de la tarde, un pastelillo para la merienda... y él disfrutaba
del trato con los clientes.
Lejos
de utilizar productos exóticos o extraños, le gustaba trabajar con los frutos
que daba cada estación. En aquel otoño, los frutos secos, las calabazas, las
mermeladas qué el mismo había preparado, presidían sus especialidades.
Y
cuando más disfrutaba, era cuando podía hacer encargos que se salían de lo
habitual, cuando podía dejar volar su creatividad en el obrador, cuando le
pedían un tarta para una boda, para una celebración especial, para una cena
familiar en Navidades, por San Valentín o la celebración de un aniversario.
Era
entonces, cuando desplegaba todo su arte, trabajando incansablemente a puerta
cerrada durante horas, con resultados espectaculares.
Un
día, llegó a su obrador, una joven estudiante de una escuela de hostelería, que
estudiaba para ser repostera. Necesitaba un lugar, donde poder realizar las
prácticas que le exigían para completar sus estudios y ser una repostera de
pleno derecho. Había escuchado a los locales, hablar de la repostería del joven
muchacho, y quería ser su aprendiz durante un tiempo.
El
muchacho, recibió sorprendido a su aprendiz. Nunca había imaginado que nadie
querría aprender de él, pero era cierto, que no le vendrían mal un par de manos
más en el obrador para dar salida a todos los pedidos que con la proximidad de
Halloween y posteriormente en Todos los Santos se acumulaban.
El
joven repostero, citó a la muchacha al día siguiente, de buena mañana, en el
obrado donde empezaría sus prácticas.
Al
principio receloso, el joven repostero solamente le encargaba las tareas más
mundanas, más básicas, que casi cualquiera hubiera podido hacer. Con el paso de
los días, se dio cuenta del talento de aquella muchacha y le iba delegando
tareas de mayor responsabilidad, aceptando la joven, sin rechistar, las
indicaciones y órdenes del maestro.
Cada
día, al final de la jornada, con el obrador limpio, echaban el cerrojo al local,
se servían una taza de chocolate caliente y una bandeja de churros que hacían
ellos mismos y se sentaban a disfrutarlos tranquilamente, hambrientos tras la
jornada, hablando de sus respectivas vida.
Poco
a poco, se iban acostumbrando el uno al otro, a su forma de ser, a su forma de
trabajar, de hacer la cosas. Las horas de trabajo en el obrador, se pasaban sin
darse ni cuenta y disfrutaban mucho compartiendo ideas sobre nuevas creaciones.
Hasta
que un día, ya próximo al final del periodo de prácticas de la muchacha, llegó
un encargo muy especial a la tienda. Tenían que hacer una tarta de bodas, para
una pareja de enamorados de la localidad. Como curiosidad, no había límites ni
indicaciones, dejaban el proyecto en manos de los dos reposteros. Total libertad
en su creación.
La
joven aprendiz, preguntó cómo debían encarar el peculiar proyecto, a su
maestro. Éste le dijo, que pensara en cómo le gustaría, si tuviera que hacerla
enteramente a su gusto.
Sorprendida
por la confianza de su maestro, la joven pensó en una lista de ingredientes,
decoraciones y técnicas, y trazaron juntos los bocetos, en papel, de cómo
plantearían finalmente la tarta, en la que trabajaron durante dos días enteros.
Terminada
la obra, el muchacho, dijo a su aprendiz, que al día siguiente, el novio
vendría a por su tarta. El maestro repostero saldría de viaje unos cuantos
días, por lo que la muchacha, como examen final, se quedaría al frente del
local en solitario durante esos días.
Aterrada
por la responsabilidad, la joven aceptó vacilante la peculiar propuesta de su
maestro, sin atreverse a negarse, cuando se despidieron por ese día, cerrando
el local.
A
la mañana siguiente, se presentó el novio en el local, a buscar la tarta, al
poco, de haber abierto la joven el establecimiento.
Para
su sorpresa, el supuesto novio, no era otro que su maestro, que se presentó,
vestido con un elegante smoking, y una caja con un anillo entre sus manos.
La
joven le miró desconcertada, con los ojos abiertos como platos, al verlo de esa
guisa.
Hincando
la rodilla en el suelo, el joven se plantó ante su aprendiz, descubriendo el
anillo ante ella.
-
¿Qué te parece la tarta de nuestra boda? - preguntó a la muchacha.
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