martes, 3 de noviembre de 2015

12 cuentos para el otoño - XI - Dulce otoño



Tenía una pequeña repostería, en el caso antiguo de la ciudad, un modesto local heredado de su familia, con una larga tradición de maestros reposteros. Las instalaciones eran algo anticuadas y el local no daba para vender mucho producto, no era negocio para hacerse rico precisamente, pero daba para vivir.
El joven muchacho, trabajaba cada día con entusiasmo en el obrador, donde pasaba la mayor parte del día, saliendo a la parte de la tienda destinada a venta, cuando oía el tintineo del timbre, cada vez que entraba un cliente.
No tenía una gran clientela, pero si muy fiel. Ancianos, niños, y jóvenes, que cada día pasaban a comprar el pan del día, un pastel para un cumpleaños, una tarta para el té de la tarde, un pastelillo para la merienda... y él disfrutaba del trato con los clientes.
Lejos de utilizar productos exóticos o extraños, le gustaba trabajar con los frutos que daba cada estación. En aquel otoño, los frutos secos, las calabazas, las mermeladas qué el mismo había preparado, presidían sus especialidades.

Y cuando más disfrutaba, era cuando podía hacer encargos que se salían de lo habitual, cuando podía dejar volar su creatividad en el obrador, cuando le pedían un tarta para una boda, para una celebración especial, para una cena familiar en Navidades, por San Valentín o la celebración de un aniversario.
Era entonces, cuando desplegaba todo su arte, trabajando incansablemente a puerta cerrada durante horas, con resultados espectaculares.
Un día, llegó a su obrador, una joven estudiante de una escuela de hostelería, que estudiaba para ser repostera. Necesitaba un lugar, donde poder realizar las prácticas que le exigían para completar sus estudios y ser una repostera de pleno derecho. Había escuchado a los locales, hablar de la repostería del joven muchacho, y quería ser su aprendiz durante un tiempo.
El muchacho, recibió sorprendido a su aprendiz. Nunca había imaginado que nadie querría aprender de él, pero era cierto, que no le vendrían mal un par de manos más en el obrador para dar salida a todos los pedidos que con la proximidad de Halloween y posteriormente en Todos los Santos se acumulaban.
El joven repostero, citó a la muchacha al día siguiente, de buena mañana, en el obrado donde empezaría sus prácticas.

Al principio receloso, el joven repostero solamente le encargaba las tareas más mundanas, más básicas, que casi cualquiera hubiera podido hacer. Con el paso de los días, se dio cuenta del talento de aquella muchacha y le iba delegando tareas de mayor responsabilidad, aceptando la joven, sin rechistar, las indicaciones y órdenes del maestro.
Cada día, al final de la jornada, con el obrador limpio, echaban el cerrojo al local, se servían una taza de chocolate caliente y una bandeja de churros que hacían ellos mismos y se sentaban a disfrutarlos tranquilamente, hambrientos tras la jornada, hablando de sus respectivas vida.
Poco a poco, se iban acostumbrando el uno al otro, a su forma de ser, a su forma de trabajar, de hacer la cosas. Las horas de trabajo en el obrador, se pasaban sin darse ni cuenta y disfrutaban mucho compartiendo ideas sobre nuevas creaciones.
Hasta que un día, ya próximo al final del periodo de prácticas de la muchacha, llegó un encargo muy especial a la tienda. Tenían que hacer una tarta de bodas, para una pareja de enamorados de la localidad. Como curiosidad, no había límites ni indicaciones, dejaban el proyecto en manos de los dos reposteros. Total libertad en su creación.

La joven aprendiz, preguntó cómo debían encarar el peculiar proyecto, a su maestro. Éste le dijo, que pensara en cómo le gustaría, si tuviera que hacerla enteramente a su gusto.
Sorprendida por la confianza de su maestro, la joven pensó en una lista de ingredientes, decoraciones y técnicas, y trazaron juntos los bocetos, en papel, de cómo plantearían finalmente la tarta, en la que trabajaron durante dos días enteros.
Terminada la obra, el muchacho, dijo a su aprendiz, que al día siguiente, el novio vendría a por su tarta. El maestro repostero saldría de viaje unos cuantos días, por lo que la muchacha, como examen final, se quedaría al frente del local en solitario durante esos días.
Aterrada por la responsabilidad, la joven aceptó vacilante la peculiar propuesta de su maestro, sin atreverse a negarse, cuando se despidieron por ese día, cerrando el local.

A la mañana siguiente, se presentó el novio en el local, a buscar la tarta, al poco, de haber abierto la joven el establecimiento.
Para su sorpresa, el supuesto novio, no era otro que su maestro, que se presentó, vestido con un elegante smoking, y una caja con un anillo entre sus manos.
La joven le miró desconcertada, con los ojos abiertos como platos, al verlo de esa guisa.
Hincando la rodilla en el suelo, el joven se plantó ante su aprendiz, descubriendo el anillo ante ella.
- ¿Qué te parece la tarta de nuestra boda? - preguntó a la muchacha.

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