domingo, 1 de enero de 2017

Con una taza de café - Decimoquinta taza



A sus noventa años bien vividos, el paso de los años era inclemente con el anciano. Nueve décadas no pasaban en baldes.
Todo lo vivido, lo bueno y lo malo, las penas y las alegrías, todo había dejado una marca en el anciano, en su cuerpo que acusaba los achaques y penurias de toda una vida, en una piel marcada como un pergamino por las arrugas, en vista cansada que no era la que fue en un tiempo pretérito, en sus pensamientos que eran una enciclopedia donde estaban guardados los recuerdos de toda una vida.
Pero el mayor estrago, lo estaba haciendo aquella cruel enfermedad, que poco a poco le iba arrebatando esos mismos recuerdos, que poco a poco le arrancaba con indiferencia cruel, aquello más preciado que poseía.
Poco a poco, era como si ese mal fue arrancando, emborronando, rasgando, las páginas del libro de su memoria, dejando cada vez menos fragmentos legibles.
Pero había un recuerdo, que persistía: cuando se llevaba su taza de café a los labios, cada mañana, recordaba la tarde invierno, en la que en esa apartada cafetería junto al río, había compartido una primera taza de café, con quien entonces era una desconocida y setenta años después de ese momento, era el amor de su vida.


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