domingo, 18 de septiembre de 2016

Con una taza de café - Octava taza



Visitaba regularmente aquella vetusta librería desde que era una niña. En aquel entonces, era su madre quien la acompañaba una vez al mes, con un presupuesto limitado, para comprar algunos de los libros que llevaba todo un mes codiciando en sus estanterías.
En aquel entonces, el librero era un hombre aún relativamente joven, con sus gafas de pasta, su sonrisa de dientes irregulares y sus cabellos castaños en batalla, al que envidiaba con todas sus ganas por tener acceso a todos esos para ella preciados tesoros.
Podía pasarse horas para escoger, a lo sumo, tres libros, que era para lo que daba su pequeño presupuesto, para todo un mes. Y siempre el bibliotecario, le regalaba un caramelo, algún dulce, o cuando hacía mucho frío, en pleno invierno, la invitaba a una taza de chocolate, que apenas podía sostener con sus manitas.
Veinte años después, era ya toda una mujer. Trabajaba como enfermera en un hospital de la localidad, pero mes tras mes, acudía puntual, a tomar una taza de café con el ya anciano librero, departiendo sobre las novedades y sus libros favoritos, como un abuelo bonachón, que recibe la visita mensual de su nietecita favorita.
Y nunca faltaba tras esa visita, un puñado de nuevos libros bajo el brazo.



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