Era la joven
propietaria, de un pequeño café, en el cruce de dos, antaño, concurridas calles
de la ciudad, que poco a poco víctimas del desarrollo urbano, habían quedado
reducidas a dos pequeñas callejuelas del casco antiguo de la ciudad.
Sus abuelos, habían
montado con sus ahorros ese local, hacía 50 años, tomando el testigo sus padres
cuando éstos se jubilaron, y ahora con sus padres cerca del retiro, la
muchacha, se iba poco a poco encargando más y más del local, aprendiendo el
oficio de sus padres, para el día de mañana tomar el relevo.
Era cierto, que el
local no era muy grande, pero tenía esa atmósfera clásica, antigua, de los
locales en los que parece que el tiempo se ha detenido.
No tenía mucha
clientela, pero especialmente en el invierno, tenía una fiel clientela que
acudía casi cada día, a disfrutar de sus cafés y de sus tazas de chocolate
caliente.
La gente entraba con
sus gorros, bufandas y mitones. Jóvenes, niños, adultos y anciano, sin
distinción de edad, como cumpliendo un ancestral rito, entraban en el local
ateridos por el frío invernal, pero tras una dulce taza de chocolate o un
cremoso capuchino, a veces acompañado de unos churros, entrando en calor, con
una sonrisa golosa en los labios, con restos de chocolate en las comisuras.
Entró esa mañana en el
local, una pareja de enamorados. Dos jóvenes de poco más de 20 años de edad,
envueltos en sus abrigos negros, con una recia bufanda ella, con una palestina
y guantes negros él.
Los dos enamorados,
tras pedir un chocolate caliente, el especial de moka blanco con virutas de
chocolate negro y galletas de jengibre, los dos enamorados, buscaron un
retirado reservado del local, donde se sentaron el uno junto al otro.
Las manos entrelazadas
sobre las piernas, los dos enamorados hablaban en apenas susurros, cerca el uno
del otro, mirándose en interminables miradas, apartando la vista no más tiempo
del estrictamente inevitable, para dar un sorbo al chocolate o un bocado a las
galletas, limpiándose a besos entre risas de complicidad el chocolate de los
labios.
Los dos enamorados
estaban juntos, como en su propio mundo, ajenos, al resto del mundo, ajenos al
resto de los clientes de aquella cafetería.
Desde ese momento,
dejaría de ser simplemente un lugar más, un local más. Era un local que
quedaría marcado para siempre con sus recuerdos, con los momentos vividos en
él, con ese instante. Ya nunca sería el mismo, añorarían esos momentos cuando
la distancia se interpusiera de nuevo entre los dos enamorados.
Pasarían delante de ese
local, y se verían a si mismos, sentados tan cerca el uno del otro, en ese
reservado.
A la encargada del
local, las horas se le harían eternas, tras la barra, sirviendo bebida tras
bebida a los clientes, pero a los dos enamorados, ese momento se les antojaría
apenas un instante, apenas un instante las horas que allí pasarían juntos,
deseando congelar el tiempo y que ese momento durara para siempre.
Terminada su bebida, la
noche caída, los dos enamorados pagaron su consumición, y tomados de la mano,
la cabeza de ella apoyada en el hombro de él, se perdieron juntos entre las
sombras de la ciudad.
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