Veía a su esposa, a su
lado, junto a él, durmiendo apaciblemente en el lecho, en aquella gélida mañana
de finales de noviembre.
Habían pasado 50
inviernos desde que se habían dado el sí quiero en el altar, tras años de noviazgo.
Había perdido la
cuenta, de cuántos amaneceres habían compartido juntos, de cuántas mañanas
habían pasado, pudiendo contemplar la sonrisa de su amada, junto a la suya,
mañana tras mañana. Pero hubo un tiempo, años y años, en los que era un raro
placer, que sólo tenían ocasión de compartir, muy de vez en cuando, en la
inmensidad de meses y meses separados.
Había mirado tanto ese
rostro, que podría dibujar con sus manos cada milímetro, cada mínimo detalle,
de tanto había tenido ocasión de aprenderlo de memoria, en tantos años de
relación. Pero nunca se cansaría de mirarla, aunque pasaran otros cincuenta
inviernos más juntos.
Había contemplado su
mirada 50 años, esos ojos castaño verdosos que le atrapaban, había escuchado
esa voz que nunca se cansaría de escuchar jamás, esa voz que reconocería sin
vacilación entre millones.
Había aprendido caricia
a caricia, cada centímetro de ese cuerpo curtido por los años, que como un
paisaje conocido, evoluciona, cambia con el paso del tiempo, pero en esencia
permanece inmutable.
Cada mañana seguía
despertándola, con un beso, un TE QUIERO y un "Buenos días princesa",
con la misma ilusión, con más sentimiento, con un amor más grande en sus
labios, desde la primera vez que su boca había pronunciado esas mismas
palabras.
Un chocolate caliente,
unas pastas, endulzadas con besos. Un día más, que compartir juntos. No era una
fecha especial, para el resto de los mortales, pero para ellos sí, porque todos
los días eran especialmente, sencillamente por tenerse el uno al otro.
Y así pasaran 50
inviernos más. El tiempo siempre se quedaba corto, siempre era poco, para
pasarlo juntos, para tenerse el uno al otro, para poder vivir su amor.
Y así la vida le
concediera 50 inviernos, 50 otoños, 50 primaveras, 50 veranos más que pasar
junto al amor de su vida, y así hasta cumplir varias eternidades juntos, el
tiempo les seguiría pareciendo apenas un suspiro para vivir su amor.
Su amada abrió entonces
los ojos, sonriéndole con esa sonrisa que le había robado el corazón hacia más
de medio siglo y que era el sol de sus amaneceres.
- Buenos días princesa
- dijo el enamorado, inclinándose sobre ella, fundiéndose en un beso.
- Buenos días mi príncipe
- replicó ella devolviéndole el beso.
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