Era un afamado
explorador, amante de los deportes extremos y del riesgo, conocido por sus
descabelladas expediciones por todo el mundo, expuesto a toda suerte de
peligros, y salir siempre airoso de ellos, siempre volver de una pieza a casa
tras sus aventuras.
La última de sus
aventuras había tocado techo, en los límites de la insensatez y la locura. Se encontraba realizando una travesía en un
barco de vela, camino a la Antártida, desde que saliera de puerto en España,
donde llegar a la base científica era el final de etapa de su insensato viaje.
Realizaba el viaje en
completa soledad, sin nadie más acompañándole, aunque en realidad, el nunca,
nunca estaba solo.
En tierra quedaba su
familia, su amada esposa, que esperaba con impaciencia y el corazón en un puño,
el regreso de su siguiente aventura.
Pero el joven
aventurero, allá donde miraba, allá donde estuviera, su amada, siempre estaba
con él. En las estrellas que llenaban el firmamento nocturno noche tras noche,
recordaba el brillo de los ojos de su amada, como si en la distancia, ella
velara por cada paso, por cada metro que avanzaba hacia su objetivo estuviera
libre de peligros y riesgos.
En el vaivén de las
olas, se sentía como entre los brazos de ella, como una madre acuna a su hijo,
se sentía seguro, se sentía en paz, sentía que ese mar de helado corazón no
robaría su vida para si.
En los primeros rayos
de sol, sentía el tacto de su piel, el tacto de esas caricias, de los besos con
los que su amada le despertaba cada mañana cuando estaban juntos.
En la brisa del mar, en
canto de las aves marinas, era como si más allá de los kilómetros, la voz de su
amada, llegara hasta él en aquellos helados parajes, como si escuchara su voz
diciendo “Vuelve pronto a mis brazos amor, sano y salvo”.
Y sabía que
sencillamente no podía tirar la toalla, que por muy duras que se pusieran las
cosas no podía dejar que sus rodillas se doblaran, no podía dejar que la
adversidad doblegara su coraje, sus ganas de luchar por quien amaba.
Ni la distancia, ni el frío, ni el inmenso océano,
ni los innumerables peligros que en su camino encontraba durante sus aventuras,
podrían jamás impedirle, volver a los brazos de su amada.
Porque ella era la
razón de su vida, la razón de su existir. Y la vida, la vida era demasiado
corta, cuando de pasarla a su lado se trataba.
Tras una interminable
travesía, al fin, alcanzó la base científica, y con ella el fin de su aventura.
Volvería al fin a casa.
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