Pasaban muchas horas en
el día, los dos enamorados, separados por su trabajo, él como profesor, ella
como enfermera, los niños en el colegio, pero cuando caía la noche, la familia
tenían un momento para ellos.
Tras la cena que
preparaban juntos toda la familia, una vez fregados los platos y recogida la
mesa, avivaban el fuego de la chimenea del salón, sentándose por el suelo, en
la alfombra.
Sacaban una bolsa de
nubes, unos pinchos de metal, y preparaban un chocolate caliente que disfrutar
tranquilamente, mientras asaban las nubes en la chimenea.
Mientras fuera la noche
caía, con una copiosa nevada, acumulándose tras las ventanas, el joven
enamorado, se sentaba rodeado por su familia, acurrucados bajo su mantita azul,
y contaba alguna de sus historias.
A la luz tenue de las
hoguera, mientras disfrutaban del chocolate y asaban nubes, escuchaban las
historias que el enamorado inventaba, hasta que el sueño podía más, y acostaban
a los niños, llevándolos en brazos a la habitación, quedando algo de tiempo de
intimidad para los dos enamorados.
Descorchaban una
botella de vino, se sentaban juntos en el sofá, acurrucados bajo la manta,
entre besos y caricias.
Entonces el enamorado,
tomaba un libro de las estanterías, uno que escribía cada día para su amada. Un
libro manuscrito, que nadie más leería que su amada.
Y así cada noche, con
su enamorada con la cabeza apoyada en el hombro de él, los dos abrazos, con voz
pausada y acariciante, mientras poco a poco las brasas se extinguían en la
chimenea.
Entrada la madrugada,
guardaba el libro y los dos enamorados se retiraban a la habitación, donde
escribían otra historia, una historia suya solamente, una historia escrita con
besos, una historia escrita con caricias, con suspiros, una historia de los
cuerpos entrelazados piel con piel, una historia que no saldría más allá de
esos muros, y que sólo ellos dos conocerían.
En la mañana, tras el
desayuno, pasarían de nuevo las interminables horas de su jornada, hasta el
anhelado reencuentro, pero nada más importaba en ese momento juntos, nada más
les importaba a los dos enamorados.
En esos momentos, el
tiempo se detenía, las horas cesaban en su discurrir en ese momento entre los
muros, donde los dos enamorados se entregaban el uno al otro, donde la noche
era sólamente suya, y sólo la luna contemplaba con rubor el encuentro de los
dos enamorados.
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