sábado, 26 de diciembre de 2015

12 cuentos para el invierno - V - Tundra



Vagabundeaba, paso a paso, por aquella blanca extensión, impoluta, desierta, paso a paso, buscando su camino, lenta y cuidadosamente, en la blanca llanura, desprovista casi por completo de vegetación.
Recorría desde los frondosos bosques del norte, abriéndose paso entre la floresta, marcada por el color marrón de los árboles desprovistos de sus hojas en la estación, descendiendo por las laderas, hacia las estrechas sendas, que daban paso a los profundos desfiladeros que flaqueaban el camino.
Un rappel a las profundidades del cañón, con llanuras tornándose más suaves lentamente, hasta llegar a las blancas planicies, donde a lo lejos, en la lontananza, las suaves colinas del centro norte de la región, paso a paso caminando bajo el firmamento estrellado, guiándose por la luz de dos estrellas, sus fieles compañeras en ese singular vagabundeo.
Descendía a lo alto de las cumbres nevadas, donde tendido sobre su blanca extensión, se dejaba arrullar por la brisa, contemplando el firmamento, antes de recolectar los frutos de las encarnadas vayas que en su centro crecían, el más delicioso manjar que sus labios habían probado jamás, antes de proseguir su camino hacia más al sur.
En las grandes planicies del sur, dejando su vista vagar por los calmos alrededores en el silencio de la noche.
Más allá de donde la vista alcanzaba, se recortaba la silueta de los dos desfiladeros gemelos, con el delicado cañón entre sus paredes de roca, un oasis, remanso de paz, donde quedarse.
Caminó paso a paso, por el desfiladero, hasta descender por las paredes del cañón, deslizándose hasta el fin del camino.
Terminado su vagabundeo, reemprendió el camino hacia el norte de vuelta, hasta que el sol de nuevo estuviera alto en el horizonte. Conocía cada centímetro de aquellas tierras como su mismo cuerpo, conocía cada rincón, cada secreto, pero jamás se cansaba de recorrerlo, una noche, tras otra, regresando cada noche durante la diurna separación, a ese lugar al que realmente pertenecía, a ese lugar donde sentía que estaba donde realmente quería estar, donde estaba en su lugar en el mundo.
Era allí, entre los brazos de su amada, en la blanca tundra de su cuerpo desnudo, en el desfiladero de sus piernas, en la llanura de su vientre, en las colinas de sus pechos, en el bosque de su cabellera, en el firmamento de sus ojos, ese era su lugar en el mundo, era ése donde quería quedarse para siempre, al abrigo del gélido invierno del exterior.
Y en la mañana tendrían que separarse para acudir cada uno a su trabajo. Él a su trabajo de profesor en un instituto, ella de enfermera en un hospital, pero en la noche se reencontrarían, en ese vagabundeo de besos y caricias.

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