Vagabundeaba, paso a
paso, por aquella blanca extensión, impoluta, desierta, paso a paso, buscando
su camino, lenta y cuidadosamente, en la blanca llanura, desprovista casi por
completo de vegetación.
Recorría desde los
frondosos bosques del norte, abriéndose paso entre la floresta, marcada por el
color marrón de los árboles desprovistos de sus hojas en la estación,
descendiendo por las laderas, hacia las estrechas sendas, que daban paso a los
profundos desfiladeros que flaqueaban el camino.
Un rappel a las
profundidades del cañón, con llanuras tornándose más suaves lentamente, hasta
llegar a las blancas planicies, donde a lo lejos, en la lontananza, las suaves
colinas del centro norte de la región, paso a paso caminando bajo el firmamento
estrellado, guiándose por la luz de dos estrellas, sus fieles compañeras en ese
singular vagabundeo.
Descendía a lo alto de
las cumbres nevadas, donde tendido sobre su blanca extensión, se dejaba arrullar
por la brisa, contemplando el firmamento, antes de recolectar los frutos de las
encarnadas vayas que en su centro crecían, el más delicioso manjar que sus
labios habían probado jamás, antes de proseguir su camino hacia más al sur.
En las grandes planicies
del sur, dejando su vista vagar por los calmos alrededores en el silencio de la
noche.
Más allá de donde la
vista alcanzaba, se recortaba la silueta de los dos desfiladeros gemelos, con
el delicado cañón entre sus paredes de roca, un oasis, remanso de paz, donde
quedarse.
Caminó paso a paso, por
el desfiladero, hasta descender por las paredes del cañón, deslizándose hasta
el fin del camino.
Terminado su
vagabundeo, reemprendió el camino hacia el norte de vuelta, hasta que el sol de
nuevo estuviera alto en el horizonte. Conocía cada centímetro de aquellas
tierras como su mismo cuerpo, conocía cada rincón, cada secreto, pero jamás se
cansaba de recorrerlo, una noche, tras otra, regresando cada noche durante la
diurna separación, a ese lugar al que realmente pertenecía, a ese lugar donde
sentía que estaba donde realmente quería estar, donde estaba en su lugar en el
mundo.
Era allí, entre los
brazos de su amada, en la blanca tundra de su cuerpo desnudo, en el desfiladero
de sus piernas, en la llanura de su vientre, en las colinas de sus pechos, en
el bosque de su cabellera, en el firmamento de sus ojos, ese era su lugar en el
mundo, era ése donde quería quedarse para siempre, al abrigo del gélido
invierno del exterior.
Y en la mañana tendrían
que separarse para acudir cada uno a su trabajo. Él a su trabajo de profesor en
un instituto, ella de enfermera en un hospital, pero en la noche se
reencontrarían, en ese vagabundeo de besos y caricias.
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