Vivía, aquel príncipe,
en su retirado palacio de hielo. Antaño, aquel había sido un reino próspero,
lleno de vida y de alegría, lleno de vegetación, de animalillos, de campos de
cultivo donde la tierra daba sus frutos generosamente, donde sus aldeanos
vivían felices.
Pero desde hacía
algunos años, algo había cambiado. Su príncipe, su señor, se había ido
volviendo cada vez más huraño, más gruñón, más taciturno, más reservado e
introvertido, y pasaba cada vez más tiempo encerrado en palacio, sin querer ver
a nadie, sin querer saber nada de nadie.
Poco a poco, los días
se habían ido tornando grises, fríos y tristes. Las gruesas nubes de tormenta
llenaban los cielos, cubriendo nevada tras nevada con su manto blanco por
completo el reino.
Las heladas se
sucedían, caía el granizo, arruinando las cosechas y enfermando el ganado.
Muchos de los aldeanos, habían optado por marcharse del reino, en busca de
tierras más adecuadas donde vivir, al punto de que el príncipe, se había
quedado sólo, completamente solo en su palacio de hielo.
Una joven viajera, una
curandera que viajaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, ofreciendo sus
servicios a quienes enfermaban y viviendo de la caridad.
Extrañada, llegó al
reino, cubierto por la nieve y el hielo, aún en plena primavera. Encontró las
casas abandonadas, cubiertas por la nieve, con los tejados medio derruidos.
Caminó por aquellas calles,
hasta que llegó al palacio, donde se sorprendió de ver el lugar solitario,
abandonado, cubierto de hielo, sin sirvientes ni cortesanos por ningún lado.
Vagabundeando por las
estancias, encontró una retirada alcoba, donde dio con el joven príncipe, metido
en la cama, aterido de frío, con los labios azules por las gélidas temperaturas
y la piel blanca.
La muchacha, sacó de su
zurrón, las medicinas que solía utilizar en sus curas, dándole a beber sus
mejunjes y aplicándole apósitos calientes por todo el cuerpo, remojados en sus
mezclas de hierbas.
Encendió la chimenea en
la estancia, preparó una sopa de verduras bien caliente, que el joven, comió
con apetito. La muchacha, permaneció al lado del joven, prodigándole cuidados,
hasta que recobró la salud.
A medida que el joven
príncipe se recobraba, la nieve y el hielo, se fueron retirando de aquel lugar,
tornándose más cálido, volviendo a salir el sol, a rebrotar las plantas, a
regresar los animalillos.
La joven curandera,
creía que eran los cuidados que había prodigado al joven, los que habían hecho
que recobrara la salud.
Pero en realidad, el
mal que aquejaba al príncipe, era uno mucho más complicado, más sutil, que
simplemente, no requería de pociones, de ungüentos, sino simplemente, de un
poco de amor, de un poco de cariño.
El joven príncipe,
tenía un gran reino, tenía riquezas, un gran castillo, sirvientes, tierras, oro
y plata por montañas…. Pero en donde en verdad importaba, su corazón era más
pobre, que el más mísero de los pordioseros de su reino.
Y al final, su reino,
se había contagiado, de la frialdad de su corazón, al que tanto le faltaba la
llama del amor, la llama de la ternura, del cariño, de la esperanza.
Desde ese día, la
curandera se convirtió en su princesa, en la curandera, no sólo de su vida,
sino de su maltrecho corazón. Y desde ese día, su reino vivió una interminable
primavera….