domingo, 24 de enero de 2016

EL BOSQUE DEL BÚHO HU-HU - I - El búho HU-HU



El búho HU-HU, recibía su nombre, porque no hablaba más que con ululatos. HU-HU por aquí. HU-HU por allá. HU-HU día y noche- HU-HU en cada rincón del bosque.
Éste búho, era viejo, muy viejo, viejo como el mismo bosque donde vivía, y al que todos conocían como el bosque del búho HU-HU.
El anciano búho, vivía en el hueco de un viejo alcornoque, en un agujero, que el pájaro Resino, el carpintero del bosque, había construido para él. Y desde su árbol, el búho HU-HU vigilaba todo el bosque, con su grandes ojos amarillos.
Era el alcalde del pueblo, y ¡ay de quien se pasara de la raya!, pues se llevaba una buena reprimenda del búho por su mal comportamiento.
Siempre que había un conflicto o cualquier problema, buscaban consejo en el amable y anciano búho, que escuchaba a las dos partes y tomaba la decisión más acertada.
En el bosque vivían muchos animales distintos, cada uno en su lugar, en sus casitas en la tierra, en los árboles, en madrigueras y troncos caídos.  Todos vivían en armonía y cada uno cumplía su función con eficacia en el bosquecito, ayudándose los unos a los otros.



sábado, 23 de enero de 2016

12 cuentos para el invierno - XII - Invierno tras invierno.



Veía a su esposa, a su lado, junto a él, durmiendo apaciblemente en el lecho, en aquella gélida mañana de finales de noviembre.
Habían pasado 50 inviernos desde que se habían dado el sí quiero en el altar,  tras años de noviazgo.
Había perdido la cuenta, de cuántos amaneceres habían compartido juntos, de cuántas mañanas habían pasado, pudiendo contemplar la sonrisa de su amada, junto a la suya, mañana tras mañana. Pero hubo un tiempo, años y años, en los que era un raro placer, que sólo tenían ocasión de compartir, muy de vez en cuando, en la inmensidad de meses y meses separados.
Había mirado tanto ese rostro, que podría dibujar con sus manos cada milímetro, cada mínimo detalle, de tanto había tenido ocasión de aprenderlo de memoria, en tantos años de relación. Pero nunca se cansaría de mirarla, aunque pasaran otros cincuenta inviernos más juntos.
Había contemplado su mirada 50 años, esos ojos castaño verdosos que le atrapaban, había escuchado esa voz que nunca se cansaría de escuchar jamás, esa voz que reconocería sin vacilación entre millones.
Había aprendido caricia a caricia, cada centímetro de ese cuerpo curtido por los años, que como un paisaje conocido, evoluciona, cambia con el paso del tiempo, pero en esencia permanece inmutable.
Cada mañana seguía despertándola, con un beso, un TE QUIERO y un "Buenos días princesa", con la misma ilusión, con más sentimiento, con un amor más grande en sus labios, desde la primera vez que su boca había pronunciado esas mismas palabras.
Un chocolate caliente, unas pastas, endulzadas con besos. Un día más, que compartir juntos. No era una fecha especial, para el resto de los mortales, pero para ellos sí, porque todos los días eran especialmente, sencillamente por tenerse el uno al otro.
Y así pasaran 50 inviernos más. El tiempo siempre se quedaba corto, siempre era poco, para pasarlo juntos, para tenerse el uno al otro, para poder vivir su amor.
Y así la vida le concediera 50 inviernos, 50 otoños, 50 primaveras, 50 veranos más que pasar junto al amor de su vida, y así hasta cumplir varias eternidades juntos, el tiempo les seguiría pareciendo apenas un suspiro para vivir su amor.
Su amada abrió entonces los ojos, sonriéndole con esa sonrisa que le había robado el corazón hacia más de medio siglo y que era el sol de sus amaneceres.
- Buenos días princesa - dijo el enamorado, inclinándose sobre ella, fundiéndose en un beso.
- Buenos días mi príncipe - replicó ella devolviéndole el beso.

sábado, 16 de enero de 2016

12 cuentos para el invierno - XI- Corazón helado



Vivía, aquel príncipe, en su retirado palacio de hielo. Antaño, aquel había sido un reino próspero, lleno de vida y de alegría, lleno de vegetación, de animalillos, de campos de cultivo donde la tierra daba sus frutos generosamente, donde sus aldeanos vivían felices.
Pero desde hacía algunos años, algo había cambiado. Su príncipe, su señor, se había ido volviendo cada vez más huraño, más gruñón, más taciturno, más reservado e introvertido, y pasaba cada vez más tiempo encerrado en palacio, sin querer ver a nadie, sin querer saber nada de nadie.
Poco a poco, los días se habían ido tornando grises, fríos y tristes. Las gruesas nubes de tormenta llenaban los cielos, cubriendo nevada tras nevada con su manto blanco por completo el reino.
Las heladas se sucedían, caía el granizo, arruinando las cosechas y enfermando el ganado. Muchos de los aldeanos, habían optado por marcharse del reino, en busca de tierras más adecuadas donde vivir, al punto de que el príncipe, se había quedado sólo, completamente solo en su palacio de hielo.
Una joven viajera, una curandera que viajaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, ofreciendo sus servicios a quienes enfermaban y viviendo de la caridad.

Extrañada, llegó al reino, cubierto por la nieve y el hielo, aún en plena primavera. Encontró las casas abandonadas, cubiertas por la nieve, con los tejados medio derruidos.
Caminó por aquellas calles, hasta que llegó al palacio, donde se sorprendió de ver el lugar solitario, abandonado, cubierto de hielo, sin sirvientes ni cortesanos por ningún lado.
Vagabundeando por las estancias, encontró una retirada alcoba, donde dio con el joven príncipe, metido en la cama, aterido de frío, con los labios azules por las gélidas temperaturas y la piel blanca.
La muchacha, sacó de su zurrón, las medicinas que solía utilizar en sus curas, dándole a beber sus mejunjes y aplicándole apósitos calientes por todo el cuerpo, remojados en sus mezclas de hierbas.
Encendió la chimenea en la estancia, preparó una sopa de verduras bien caliente, que el joven, comió con apetito. La muchacha, permaneció al lado del joven, prodigándole cuidados, hasta que recobró la salud.
A medida que el joven príncipe se recobraba, la nieve y el hielo, se fueron retirando de aquel lugar, tornándose más cálido, volviendo a salir el sol, a rebrotar las plantas, a regresar los animalillos.



La joven curandera, creía que eran los cuidados que había prodigado al joven, los que habían hecho que recobrara la salud.
Pero en realidad, el mal que aquejaba al príncipe, era uno mucho más complicado, más sutil, que simplemente, no requería de pociones, de ungüentos, sino simplemente, de un poco de amor, de un poco de cariño.
El joven príncipe, tenía un gran reino, tenía riquezas, un gran castillo, sirvientes, tierras, oro y plata por montañas…. Pero en donde en verdad importaba, su corazón era más pobre, que el más mísero de los pordioseros de su reino.
Y al final, su reino, se había contagiado, de la frialdad de su corazón, al que tanto le faltaba la llama del amor, la llama de la ternura, del cariño, de la esperanza.
Desde ese día, la curandera se convirtió en su princesa, en la curandera, no sólo de su vida, sino de su maltrecho corazón. Y desde ese día, su reino vivió una interminable primavera….

miércoles, 6 de enero de 2016

12 cuentos para el invierno - X- El coraje del enamorado



Era un afamado explorador, amante de los deportes extremos y del riesgo, conocido por sus descabelladas expediciones por todo el mundo, expuesto a toda suerte de peligros, y salir siempre airoso de ellos, siempre volver de una pieza a casa tras sus aventuras.
La última de sus aventuras había tocado techo, en los límites de la insensatez y la locura.  Se encontraba realizando una travesía en un barco de vela, camino a la Antártida, desde que saliera de puerto en España, donde llegar a la base científica era el final de etapa de su insensato viaje.
Realizaba el viaje en completa soledad, sin nadie más acompañándole, aunque en realidad, el nunca, nunca estaba solo.
En tierra quedaba su familia, su amada esposa, que esperaba con impaciencia y el corazón en un puño, el regreso de su siguiente aventura.
Pero el joven aventurero, allá donde miraba, allá donde estuviera, su amada, siempre estaba con él. En las estrellas que llenaban el firmamento nocturno noche tras noche, recordaba el brillo de los ojos de su amada, como si en la distancia, ella velara por cada paso, por cada metro que avanzaba hacia su objetivo estuviera libre de peligros y riesgos.

 En el vaivén de las olas, se sentía como entre los brazos de ella, como una madre acuna a su hijo, se sentía seguro, se sentía en paz, sentía que ese mar de helado corazón no robaría su vida para si.
En los primeros rayos de sol, sentía el tacto de su piel, el tacto de esas caricias, de los besos con los que su amada le despertaba cada mañana cuando estaban juntos.
En la brisa del mar, en canto de las aves marinas, era como si más allá de los kilómetros, la voz de su amada, llegara hasta él en aquellos helados parajes, como si escuchara su voz diciendo “Vuelve pronto a mis brazos amor, sano y salvo”.
Y sabía que sencillamente no podía tirar la toalla, que por muy duras que se pusieran las cosas no podía dejar que sus rodillas se doblaran, no podía dejar que la adversidad doblegara su coraje, sus ganas de luchar por quien amaba.
Ni la  distancia, ni el frío, ni el inmenso océano, ni los innumerables peligros que en su camino encontraba durante sus aventuras, podrían jamás impedirle, volver a los brazos de su amada.
Porque ella era la razón de su vida, la razón de su existir. Y la vida, la vida era demasiado corta, cuando de pasarla a su lado se trataba.
Tras una interminable travesía, al fin, alcanzó la base científica, y con ella el fin de su aventura. Volvería al fin a casa.

domingo, 3 de enero de 2016

12 cuentos para el invierno - IX – El calor del hogar



Amanecía una nueva mañana, de aquel gélido invierno. Los dos enamorados, despertaban juntos, con los primeros rayos de sol colándose entre los cristales de la habitación, cubiertos de hielo.
Era una mañana de domingo, por lo que los dos enamorados, tenían todo el día por delante, sólo para los dos, sin el habitual estrés y prisas de la semana.
Un despertar a besos, enredados bajo las sábanas, sin prisas por empezar el día, olvidando el despertador, los madrugones, las interminables horas separados.
Hasta que los niños entran en la habitación, irrumpiendo con sus gritos, saltando sobre la cama a los brazos de sus padres, entre risas, llevándoselos a la bañera, donde preparar un baño caliente de espuma para los cuatro, jugando en el agua como chiquillos, antes de preparar el desayuno para los cuatro.
Un corazón dibujado en las tostadas. El aroma a café  y a chocolate caliente en aire y de los churros recién hechos. Un cd de su grupo favorito en la minicadena y los dos enamorados cantando a voz en grito. Una mirada cómplice, un guiño y un beso, cuando los niños no miraban.
Tras abrigarse, salen al jardín, donde la nieve ha caído en abundancia durante la noche.

La enamorada con su hija, el enamorado con su hijo, jugando a una guerra de bolas de nieve en el jardín, utilizando cualquier trasto como parapeto de los proyectiles. El que perdiera, fregaría los platos esa noche.
Jugando juntos a hacer ángeles de nieve, rodando abrazados por el manto blanco, con su perrillo dando brincos y ladrando emocionado, de acá para allá.
Cocinando juntos al amor de la lumbre, horneando galletas, con motivos invernales, decorándolas juntos y terminando perdidos de manchas de harina y huevo.
Preparada la comida, pusieron juntos la mesa, descorcharon los dos enamorados una botella de vino para ellos y una de zumo para los niños, brindando por su amor, disfrutando de la comida que habían preparado juntos, antes de dar buena cuenta en el postre de las galletas que habían hecho junto a sus hijos.
En la tarde, acurrucados al calor de la chimenea, con su manta azul, leyendo cuentos a sus niños, antes de dejarles salir un rato a jugar en el jardín, bien abrigados, para que hicieran un muñeco de nieve.
Quedaron los dos enamorados, a solas en el salón, abrazados en el sofá, haciendo caso omiso a una película romántica de la televisión, por estar entregados a sus besos y caricias, ahora que tenían unos instantes de paz, con los niños jugando fuera.

En la noche, antes de cenar, salen con un tazón de caldo caliente, a contemplar el firmamento estrellado, jugando a imaginar mil formas en cada constelación, acurrucados los cuatro bajo una manta para combatir el frío invernal, antes de meterse para la casa, a cenar juntos, a la luz de las velas y de la chimenea del salón, dando como una atmósfera irreal, mágica, al salón.
Con los niños dormidos tras el largo día de juegos, al fin los dos enamorados, pueden retirarse y tener tiempo a solas. Esa noche, en la calidez de la habitación, el frío invierno, se derretiría en el fuego de la ardiente pasión.