sábado, 15 de abril de 2017

Con una taza de café - Vigésima taza



Era una sencilla cafetera. Una cafetera metálica, con marcas del fuego que había ennegrecido su superficie. Una cafetera fabricada en acero, sin ninguna característica ni rasgo destacable, una cafetera como la que podría comprarse en cualquier ferretería.
El muchacho, había escuchado hasta la misma saciedad en boca de familiares y amigos, que tirara a la chatarra ese viejo trasto y se comprara una moderna cafetera eléctrica, pero el joven había desoído deliberadamente sus indicaciones.
Pero había una razón muy especial por la que el joven se negaba a deshacerse de esa cafetera.
Sus abuelos, le habían regalado esa cafetera cuando se había independizado.
Cuando su abuelo se había mudado, décadas atrás, al pequeño pueblo donde vivía, preparaba cada mañana café con esa vieja cafetera, en su pequeña casita, a pie de calle.
Al poco de mudarse, su abuela, atraída por el aroma del café, se acercó a tomar una taza con la excusa de presentarse a su nuevo vecino, comenzando así, una amistad que había terminado convirtiéndose en amor, entre los dos ahora ancianos.
Quizás algún día, el aroma del café, traería un día al amor de su vida hasta él.
Como cada mañana el joven puso a hervir la cafetera en el fuego, se sentó frente al ordenador  y abrió su email. Allí estaba ese email.


martes, 11 de abril de 2017

Con una taza de café - Decimonovena taza

Con una taza de café - Decimonovena taza

La joven, como cada mañana, a esa temprana hora, en pleno gélido invierno, se encaminaba hacia la estación con paso apresurado, arañando unos minutos para poder comprar un café y un croissant de mantequilla, que tomar en el propio autobús, aprovechando el trayecto hasta el colegio donde trabajaba.
Cada mañana, encontraba a un mendigo, que sentado en un banco, a la entrada de la estación, suplicaba por una moneda a los viandantes, que recelando de su honradez, pasaban de largo, le dedicaban crueles miradas o se mofaban de él.
Sin embargo el anciano mendigo, contaba solamente en sus pertenencias, con un pequeño block de dibujo manoseado, al que pocas hojas restaban ya y unos lápices roídos y unos trocitos de carboncillo.
A quien se molestaba en darle una pequeña limosna, el mendigo se lo agradecía con un dibujo, según aquello, que el viandante en cuestión le inspiraba.
La muchacha, decidió una buena mañana, pedir no solamente uno, sino dos cafés, y no solamente un croissant, sino dos. Ese día no había prisa, ese día era domingo y no tenía que acudir a su trabajo. Para sorpresa del mendigo, le tendió al hombre uno de los cafés y un croissant, que el pobre diablo devoró con avidez.
La joven, a diferencia de la prisa con que normalmente tomaba su desayuno, en esta ocasión, se sentó junto al mendigo, desayunando con él.
El mendigo, siguiendo con su costumbre, mientras bebía a pequeños sorbos el café, dibujaba en su bloc, alzando ligeramente la vista hacia la muchacha, que aguardaba paciente el resultado.
Cuando le tendió el dibujo el mendigo, la muchacha encontró las palabras escritas al pie de la lámina:
“En ocasiones una sonrisa, es la fogata que mejor caldea un corazón frío. En ocasiones una mirada, es el más vigorizante y aromático de los cafés”