Despertó en la mañana, en
su lecho, con el molesto pitido de la alarma del despertador, a centímetros escasos
de su cabeza, en la mesilla de noche.
Un lunes. Una mañana de
invierno. Las seis de la mañana. Fuera el ruido de la lluvia cayendo copiosamente.
Lo que para cualquier mortal que se precie, sería un amanecer espantoso.
Tenía un trabajo de profesor,
que le encantaba. Era su pasión, era para lo que había nacido. Pero no por ello
le hacía ni pizca de gracia tener que madrugar.
Ella, a su lado en el lecho,
con la cabeza apoyada en el velludo pecho de él, dejándose mecer por el vaivén de
su pecho al respirar.
Trabaja como enfermera,
y en par de horas comenzaba su turno hasta el mediodía en el centro de salud. Amaba
su profesión, pero de ahí a salir de la calidez de la cama en una mañana así, había
un trecho.
Pero una mirada de sus ojos
castaños cuando se encontraban unos instantes, en ese café, con el que despertaban
cada mañana, servido en una taza de caricias, endulzado con un beso que hacía dulce,
hasta el más amargo de los amaneceres.
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