Visitaba regularmente aquella
vetusta librería desde que era una niña. En aquel entonces, era su madre quien la
acompañaba una vez al mes, con un presupuesto limitado, para comprar algunos de
los libros que llevaba todo un mes codiciando en sus estanterías.
En aquel entonces, el librero
era un hombre aún relativamente joven, con sus gafas de pasta, su sonrisa de dientes
irregulares y sus cabellos castaños en batalla, al que envidiaba con todas sus ganas
por tener acceso a todos esos para ella preciados tesoros.
Podía pasarse horas para
escoger, a lo sumo, tres libros, que era para lo que daba su pequeño presupuesto,
para todo un mes. Y siempre el bibliotecario, le regalaba un caramelo, algún dulce,
o cuando hacía mucho frío, en pleno invierno, la invitaba a una taza de chocolate,
que apenas podía sostener con sus manitas.
Veinte años después, era
ya toda una mujer. Trabajaba como enfermera en un hospital de la localidad, pero
mes tras mes, acudía puntual, a tomar una taza de café con el ya anciano librero,
departiendo sobre las novedades y sus libros favoritos, como un abuelo bonachón,
que recibe la visita mensual de su nietecita favorita.
Y nunca faltaba tras esa
visita, un puñado de nuevos libros bajo el brazo.
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