Como cada mañana,
bajaba a la cocina, tras el despertar, tras asearse y vestirse, para el
desayuno.
En otro tiempo, era ese
un gesto cotidiano, un gesto rutinario, al que no prestaba atención, un gesto
en el que no reparaba, algo que realizaba de forma mecánica, irreflexiva, como
parte de cada nuevo día.
Pero hubo un día, en
que tras toda una joven vida de desayunos solitarios, ese momento, como tantos
de su día a día, se habían convertido en una fuente de recuerdos.
Recordaba los días en
que junto a su amada, el desayuno, marcaba el comienzo, marcaba el inicio, del
día juntos, marcaba el inicio de todo un día por delante para los dos, o al
menos, en el que podrían acompañarse al trabajo, para reencontrarse horas
después, lejos de esa cruel distancia que los separaba.
El café no sabía igual
sin la dulzura de sus besos. Los gofres con chocolate le sabían a cartón. La
leche tenía un regusto agrio.
Miraba el reloj en la pared,
ese reloj, que insistía siempre en discurrir demasiado lento, cuando tenía a su
amada lejos de él, y demasiado rápido en cambio, cuando al fin estaban juntos de
nuevo.
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