Un beso, tan sólo un
beso. Tan sólo una taza de café que habían compartido, en ese retirado local de
La Habana, cuyo nombre casual ya ni siquiera recordaba.
En sus ojos ancianos
recordaba la mirada de los ojos de ella. En su memoria tenía tatuado el olor de
su piel bajo la caricia del sol. Sus hombros aún recordaban el tacto de los
cabellos de ella en ese roce casual.
Sus manos no habían
olvidado el tacto de las de ella en el roce último antes de la despedida.
Sus oídos no habían
olvidado, el sonido del te quiero que ella le regaló, el primero y el último,
antes de perderse por las calles polvorientas de la ciudad, en ese vaivén de
sus caderas, su rostro oculto bajo la sombra del sombrero de paja.
Y sus labios no habían
olvidado el sabor de ese beso. No era sólo el sabor del café. Era su sabor, el
de los labios de ella, que el café no había logrado arrebatar a sus recuerdos.
Cincuenta años habían
pasado de ese beso, y aún seguía en cada taza de café, buscando reencontrar, el
sabor de ese primer beso.
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