Puso la cafetera a
calentar al fuego. Era una vetusta cafetera metálica, de las que no necesitaban
más que una buena lumbre bajo ellas para preparar un delicioso café humeante.
Su amada, seguía aún
durmiendo apaciblemente, acurrucada bajo la calidez de las mantas. Fuera, los
primeros vientos fríos del otoño se dejaban notar, desnudando impúdicamente las
copas de los árboles de su traje de hoja en una caricia.
Cada mañana el mismo
ritual, sirvió dos tazas de café, en unas tacitas con sus nombres. Escogió unas
flores frescas del jardín que aún sobrevivían a la estación, para adornar una
sencilla bandeja de porcelana, sobre la que colocó sendos croissants, junto con
un platito de jamón y la mantequilla.
Llevaban casados cinco
décadas, pero cada mañana, el anciano esperaba a que el aroma del café,
despertara a su amada, aprovechando esos minutos, en que ella no lo sabía, para
sencillamente contemplarla dormir, apaciblemente.
Cuando perezosamente
despertaba, parpadeando, le devolvía la sonrisa y se inclinaba ligeramente
sobre el borde del lecho para besarla.
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