Casi se ha vuelto raro el día, en
que si no por una razón, por otra, uno no se encuentre con menciones en redes
sociales, en tweets, entradas de blog o noticias de cualquier periódico,
mención a la memoria histórica o a las idas y venidas de nuestro pasado.
Recientemente ha sido tras las
celebraciones de la fiesta nacional, éste 12 de octubre, que para variar según
es ya costumbre, siguen año tras año levantando ampollas y posiciones de lo más
contradictorias.
Me resulta cuanto menos curioso,
como las posiciones se polarizan en dos extremos: aquellos que se empecinan en
borrar toda huella de ese pasado, una damnatio
memoriae en toda regla, como si pretendiendo mandar ese pasado a las
profundidades del olvido en algo éste fuera a cambiar o a repararse el dolor
causado, y quienes se empecinan en reabrir una herida mal cicatrizada con saña
para echar sal en ella, cuando no tratar de tergiversar, por mala fe o por
ignorancia, los hechos históricos.
Toda nación, todo país, todo pueblo, tiene un pasado. Más o
menos claro, más o menos oscuro, con sus luces y sombras, con sus logros y
fracasos, con sus episodios sangrientos y sus épocas de paz.
Es absurdo señalar con dedo acusador a un país, por sus
hechos históricos, por su pasado, por las depravaciones que generaciones
anteriores cometieran. Que levante la mano aquel pueblo, cuyo pasado esté libre
de pecado, cuyo país esté libre de al menos, un episodio que le haga bajar la
mirada a sus gentes.
Igual que absurdo es pretender ignorar ese pasado. No es
destruyendo estatuas o cambiando nombres de calles que se cambia un pasado
doloroso. El pasado es el que es, nos guste o no, y eso no puede cambiarse.
Lo más que podemos hacer, es aprender de nuestros errores,
aprender de lo que generaciones pasadas hicieron mal, aprender de un pasado que
sacó lo peor del ser humano, y no insistir en repetir, de una manera más
bárbara y animal si cabe, aquello que en el pasado se cometió por razones de
poder, de codicia, de religión o de odio.
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