Fuera amanecía una
lluviosa mañana de domingo, a principios de noviembre de un año cualquiera.
Despertaba la joven
perezosamente en su lecho, entrelazada con las sábanas con las que había
formado una especie de crisálida contra el frío del exterior.
Sin molestarse en
peinarse ni cambiar su pijama, se calzó sus zapatillas de estar por casa de
color azul, caminó hacia la cocina y se preparó una humeante taza de café, con
un portentoso bostezo.
Se echó un generoso
chorro de nata para completar el café, acompañándolo de una pastilla de
chocolate y una galletita, espolvoreando canela por encima.
De camino al
dormitorio, se detuvo frente las estanterías del salón, deslizando los dedos
sobre el lomo de las obras literarias, escogiendo una de ellas con una sonrisa
de satisfacción.
Regresando al lecho, se
acurrucó junto a su amado, que aún dormía plácidamente, le depositó un suave
beso en la mejilla y se dispuso a abandonarse al placer de la lectura,
saboreando su café plácidamente.
Al pie de la portada,
estaba escrito el nombre de su amado. Era una de las muchas historias que ella
le había inspirado.
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